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El Concilio de los Ministros

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El Concilio de los Ministros

En el corazón del majestuoso palacio de Sagehaven, en una cámara adornada con tapices antiguos y estatuas que parecían vigilar con ojos eternamente abiertos, tres hombres se encontraban sentados alrededor de una mesa de mármol. La luz de las velas proyectaba sombras danzantes sobre sus rostros, revelando la preocupación que los embargaba.

Aurelius, un anciano de cabello corto y cano, con rasgos amables y ojos llenos de sabiduría, tomó la palabra primero. Su voz, aunque suave, llevaba el peso de la autoridad.

—Hemos recibido noticias inquietantes. Las reliquias han sido robadas. —Sus palabras flotaron en el aire, cargadas de gravedad.

Amadeus, con su cabello canoso y sus ojos azules que parecían ver más allá de la superficie de las cosas, se inclinó hacia adelante, sus dedos entrelazados en un gesto pensativo.

—¿Cómo pudo suceder esto? Las reliquias estaban protegidas con los más altos niveles de seguridad. ¿Quiénes son estos ladrones audaces que se atrevieron a desafiar nuestro poder?

Hiromasa, el más sereno de los tres, cerró los ojos por un momento antes de hablar, como si estuviera reuniendo sus pensamientos.

—No importa quiénes sean. Lo importante es que las reliquias deben ser recuperadas a toda costa. Dewhar depende de su poder, y sin ellas, corremos el riesgo de sumirnos en el caos.

La sala quedó en silencio, solo interrumpido por el suave crujido de la madera y el ocasional chisporroteo de las velas. Aurelius asintió lentamente.

—Hiromasa tiene razón. Debemos actuar con rapidez y decisión. No podemos permitir que estos intrusos escapen con las reliquias.

Amadeus frunció el ceño, sus ojos azules brillando con una determinación feroz.

—Enviaremos a los gendarmes de todas las provincias. Les daremos una orden clara: capturar a los ladrones y recuperar las reliquias. Si es necesario, deben ser eliminados. No podemos permitir que esta amenaza persista.

Aurelius suspiró, consciente del peso de esa decisión.

—Es una medida drástica, pero entiendo la necesidad. No tenemos elección.

Hiromasa abrió los ojos, su mirada fija en los otros dos ministros.

—Entonces, estamos de acuerdo. Las reliquias deben ser recuperadas, sin importar el costo. Informaré a los comandantes y movilizaré a los gendarmes de inmediato.

El acuerdo fue unánime, y con un sentido de propósito renovado, los tres ministros se levantaron de la mesa. Cada uno sabía que el destino de Dewhar estaba en juego, y que no podían permitirse fallar. Mientras salían de la cámara, la gravedad de su misión se cernía sobre ellos como una sombra oscura.

La noticia se propagó rápidamente por el palacio. Los gendarmes, hombres y mujeres entrenados para proteger y servir, comenzaron a prepararse para la misión más importante de sus vidas. Las órdenes eran claras: encontrar y detener a los ladrones de las reliquias, sin importar las circunstancias.

Aurelius observó desde una ventana alta cómo los gendarmes se reunían en el patio, sus armaduras brillando a la luz del sol. Una parte de él lamentaba la necesidad de la violencia, pero sabía que era inevitable.

Amadeus, de pie junto a él, puso una mano en su hombro.

—Estamos haciendo lo correcto, Aurelius. No podemos permitir que estos artefactos caigan en las manos equivocadas.

Hiromasa se unió a ellos, su rostro sereno pero decidido.

—Debemos tener fe en nuestros hombres y mujeres. Ellos traerán las reliquias de vuelta. Y cuando lo hagan, nuestro poder será incontestable.

Con una última mirada al patio, los tres ministros se dirigieron hacia una sala oculta dentro del palacio, sus pasos resonando con una determinación fría.

Aurelius, Amadeus y Hiromasa entraron en una cámara secreta, oculta a la vista de la mayoría de los habitantes del palacio. La sala estaba iluminada por una luz etérea que parecía emanar de las mismas paredes, revelando una colección de objetos magníficos, cada uno radiante con una energía pura y luminosa.

Frente a ellos, en pedestales de mármol blanco, estaban las reliquias de las Virtudes: la Espada de la Humildad, la Lanza de la Generosidad, y el Velo de la Castidad. Cada uno de estos objetos simbolizaba lo mejor de Dewhar, las cualidades que deberían guiar a su gente.

Aurelius se acercó a la Espada de la Humildad, sus dedos acariciando la empuñadura con reverencia. Pero en su corazón, no era la humildad lo que buscaba, sino el poder.

—Con estas reliquias, —dijo Aurelius, su voz un susurro lleno de anhelo—, no solo recuperaremos lo que nos fue robado. Dominaremos Dewhar y aseguraremos nuestra supremacía.

Amadeus, con una sonrisa torcida, recogió la Lanza de la Generosidad, su reflejo distorsionado en la superficie pulida.

—La generosidad no es más que un medio para un fin. Con esto, nadie podrá oponerse a nosotros.

Hiromasa tomó el Velo de la Castidad, observando cómo la luz se refractaba a través del delicado tejido.

—La castidad de nuestros ideales justificará cualquier acción. No nos detendremos ante nada para lograr nuestro objetivo.

Cada ministro sostuvo una reliquia, sintiendo el poder fluir a través de ellos. No buscaban realmente proteger a Dewhar; su verdadera ambición era consolidar su control y mantener su dominio.

—Usaremos estas reliquias, —dijo Aurelius, volviéndose hacia los otros—, para rastrear y eliminar a los ladrones. Estas herramientas de virtud se convertirán en nuestros instrumentos de castigo.

Amadeus asintió, sus ojos brillando con una luz peligrosa.

—Nuestros enemigos no tendrán ninguna posibilidad. Serán aplastados por las mismas virtudes que han tratado de socavar.

Hiromasa levantó el Velo de la Castidad, una sonrisa fría curvando sus labios.

—Y cuando hayamos recuperado las reliquias de los Pecados, nadie podrá desafiar nuestra autoridad. Dewhar será nuestro, en cuerpo y espíritu.

Los tres ministros compartieron una mirada de complicidad, sabiendo que estaban dispuestos a traicionar los verdaderos valores de las Virtudes para asegurarse de que su poder permaneciera intacto.

Con las reliquias en sus manos, los ministros abandonaron la cámara secreta, listos para poner en marcha su plan. Los gendarmes ya estaban en movimiento, pero ahora, con el poder de las Virtudes a su disposición, la cacería se volvería aún más letal.

Mientras la noche caía sobre Sagehaven, una sensación de peligro inminente se cernía sobre el palacio. Los ministros sabían que sus enemigos estaban cerca, y estaban decididos a eliminarlos a cualquier costo. Su ambición no conocía límites, y en su búsqueda de poder, estaban dispuestos a destruir cualquier cosa que se interpusiera en su camino, incluso los ideales mismos que alguna vez habían jurado proteger.

 Su ambición no conocía límites, y en su búsqueda de poder, estaban dispuestos a destruir cualquier cosa que se interpusiera en su camino, incluso los ideales mismos que alguna vez habían jurado proteger

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El Resurgir del PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora