Siete desconocidos, siete almas que comparten un mismo destino. Siete historias unidas por un bien mayor.
¿Sabrán distinguir el bien del mal? ¿Podrán descifrar quién es el verdadero enemigo?
Esta es la historia de los hijos del pecado, siete jóvenes...
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Avaricia
Eiran.
El susurro del viento nocturno me envolvía mientras saltaba por encima de la verja de metal que cortaba el paso que conducía al palacio. La luna, oculta tras un manto de nubes, proyectaba su luz tenue sobre los muros del palacio, dándome la cobertura que necesitaba para mi incursión.
Mis manos se aferraban con fuerza al filo de la ventana entreabierta mientras trepaba con destreza por la pared. Al alcanzar la ventana, me deslicé con cuidado hacia el interior del palacio, mis sentidos agudizados por la anticipación y la adrenalina. Cada rincón, cada pasillo, cada habitación era un mundo de posibilidades y peligros. Buscaba no solo la larga cuerda bañada en oro, sino también rutas de escape y puntos débiles en la seguridad del palacio.
La alfombra amortiguaba el sonido de mis pasos en la quietud de la noche mientras avanzaba por los eternos corredores. Vislumbré unas extrañas marcas en una de las paredes de piedra, marcas que parecían brillar con el poder de algún tipo de magia antigua. No les di demasiada importancia en aquel momento, tenía cosas más importantes que hacer.
Los gendarmes patrullaban los pasillos con una disciplina implacable, pero confiaba en mi habilidad para eludir su vigilancia.
De repente, un chirrido metálico resonó en el pasillo cercano, y mi corazón se detuvo en mi pecho. Los guardias estaban cerca, demasiado cerca. Me fundí en las sombras, mi aliento contenido mientras esperaba que el peligro pasara.
Cuando finalmente el sonido de las botas de los gendarmes se desvaneció en la distancia, solté el aliento que había estado reteniendo. Eso había estado cerca.
Deambulé un rato más por los pasillos del palacio, hasta que memoricé todos los rincones y recovecos del lugar. Ahora sí que estaba preparado para mi verdadera incursión. Recuperaría la reliquia de mi padre costara lo que costase.
Escogí una de las rutas de escape que había encontrado y salí del palacio sin ser visto. Me fundí con las sombras del edificio, escapando de la mirada de los gendarmes en todo momento.
Escuché revuelo en la cochera, seguramente otro carro repleto de prisioneros. Era sabido que los encerraban en los calabozos del palacio a la espera de ser juzgados por los Ministros. No les envidiaba su suerte, en absoluto.
Al amanecer, regresé a mi hogar, el corazón aún latiendo con la emoción de la noche anterior. Mis pensamientos se perdieron en la imagen del Vínculo Áureo, como había aprendido que se le conocía a la reliquia de mi padre, que aún no había conseguido, pero que estaba más cerca de mi alcance que nunca.
Me colé en mi habitación usando mi ventana, como de costumbre. No tenía caso irme a dormir ahora que estaba amaneciendo, así que decidí perderme en la pintura, como mejor sabía hacer.
Me senté frente a un lienzo en blanco, tomé mis pinceles y cerré mis ojos, dejando que la imagen de mi musa, de Althea, se formara a cada trazo del pincel.
Cada atisbo de su bello rostro plasmado en el lienzo me distraía, y me llevaba por un camino de pensamientos pecaminosos. No podía concentrarme por mucho que lo intentaba, así que terminé por soltar mis pinceles.
Una de mis manos se deslizó hacia la cinturilla de mi pantalón y se coló debajo de este, palpando la ya dolorosa dureza de mi erección a través de la tela de mi bóxer. Di un ligero apretón a esta y de mis labios salió un gruñido gutural.
Esta vez mi mano viajó más allá, dentro de mi ropa interior, rodeando la base de mi erecto miembro y comencé a bombear de arriba abajo lentamente, dejando que los jadeos escaparan de mis labios. Jadeos que llevaban el nombre de Althea e iban dedicados a ella.
Mi cabeza cayó hacia atrás mientras aceleraba los movimientos de mi mano, imaginando que se trataba de la cálida boca de mi cervatilla, imaginando que estaba mirándome con sus grandes ojos verdes.
La tensión se enroscó en mi bajo vientre y sentí un tirón antes de que mi esencia saliera disparada, mancillando mi obra de arte. Me apresuré en buscar un viejo trapo con el que deshacerme de las viscosas manchas.
El reloj de pared dio la hora y supe que tenía que ir a trabajar. No tenía ni idea de cómo podría mirar a Althea a la cara después de lo que había hecho.
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