Todo ocurrió tan rápido que apenas puedo procesarlo. El sonido de la puerta de la entrada estrellándose contra la pared resonó por toda la casa, haciéndome saber que mi papá había llegado. Otra vez borracho. Mi mamá estaba en la cocina, lavando los platos, y de inmediato, sentí el ambiente enrarecerse, como si el aire se hubiera vuelto espeso de un momento a otro.
Corrí escaleras abajo, y cuando llegué a la sala, ya estaba empezando la pelea. Mi papá gritaba incoherencias, acusaciones sin sentido, y mi mamá, en un tono cansado, le pedía que se calmara, que se sentara y hablara con ella.
No pude contenerme más y me metí en medio.
—¡Ya basta, papá! ¡Estás borracho otra vez y estás asustando a mamá!
Nunca lo había visto así. Sus ojos, normalmente llenos de calidez, estaban fríos, vacíos. Y entonces, sin pensarlo dos veces, levantó la mano y me dio una bofetada. El golpe resonó en mis oídos, y el dolor se extendió por mi mejilla.
Mi mamá gritó, intentando interponerse entre nosotros, pero ya era demasiado tarde. Retrocedí, sintiendo la traición en cada fibra de mi ser. No podía quedarme allí. No podía.
Salí corriendo, sin mirar atrás. Ni siquiera me molesté en agarrar una chaqueta; el aire frío de la noche me golpeaba mientras corría por las calles casi desiertas. No podía pensar en otra cosa que en ir a casa de Marcela. Ella siempre sabía qué decir, cómo hacerme sentir mejor.
Cuando llegué, golpeé la puerta con desesperación. Nadie respondía. Pero entonces, escuché el sonido de pasos desde adentro. Richard abrió la puerta, sorprendido de verme en ese estado.
—¿Jessi? ¿Qué pasó? ¿Estás bien? —Su voz era suave, llena de preocupación.
—¿Está Marcela? —pregunté, apenas conteniendo las lágrimas.
—No, salió con unas amigas. Pero pasa, no puedes estar afuera así. Vamos, entra.
Dudé por un segundo, pero el frío y el dolor en mi rostro me hicieron aceptar su invitación. Mientras me guiaba al sofá, el silencio entre nosotros se volvió pesado. Sabía que Richard quería preguntar, quería saber qué había pasado, pero no lo hizo. En su lugar, me ofreció un vaso de agua y se sentó a mi lado.
—Puedes quedarte aquí el tiempo que necesites —dijo finalmente, su tono serio pero gentil. Sus ojos no se apartaban de los míos, y por un instante, sentí una especie de consuelo en su presencia.
La tensión en mi cuerpo comenzó a relajarse un poco, y aunque no lo admitiera en voz alta, el hecho de que Richard estuviera allí, cuidando de mí, significaba más de lo que jamás hubiera imaginado.