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Estaba en mi cuarto, la lámpara de mi escritorio era la única fuente de luz en la habitación mientras hacía mis tareas. El resto de la casa estaba en silencio, hasta que la puerta de entrada se abrió de golpe, seguido por el sonido inconfundible de la voz de mi padre, arrastrada y descontrolada.

—¡¿Dónde estabas?! —gritó, su tono ya marcadamente ebrio, cortando el silencio que tanto valoraba en esos momentos.

Cerré los ojos, intentando ignorar lo que estaba por venir. Pero era inútil. Sabía que el caos estaba a punto de estallar en cualquier momento. Mi mamá trataba de calmarlo, pero sus esfuerzos eran en vano. Sus voces se entrelazaban en una tormenta de reproches y acusaciones que se hacían cada vez más difíciles de ignorar.

Intenté concentrarme en mis tareas, en las hojas que tenía frente a mí, pero cada palabra que salía de sus bocas me atravesaba como un puñal. No soportaba los gritos, el tono agresivo de mi padre, la desesperación en la voz de mi madre. Me sentía atrapada, acorralada en mi propio hogar.

—¡Ya basta! —grité internamente, deseando que todo desapareciera.

El sonido de un vaso rompiéndose en el suelo me hizo saltar. Lo siguiente fue un ruido sordo, como si algo pesado hubiera caído al suelo. No podía quedarme ahí, simplemente escuchando. Pero tampoco quería enfrentar lo que estaba pasando afuera. Ya no quería escuchar más.

Mi mirada se desvió hacia la pequeña caja de pastillas que guardaba en el cajón de mi escritorio. Las pastillas para dormir que a veces tomaba cuando el insomnio no me dejaba en paz. Eran mi escape, mi manera de silenciar el ruido en mi cabeza. Sin pensarlo mucho, abrí el cajón, saqué la caja y la abrí.

Tomé una, luego dos... y cuando el ruido afuera se intensificó, me tragué otras dos más. El efecto no tardaría en llegar, y sabía que pronto, el mundo a mi alrededor se desvanecería. Ya no habría gritos, ya no habría dolor. Solo el silencio.

Me recosté en la cama, sintiendo el efecto de las pastillas empezar a hacer su trabajo. Mi cuerpo se volvió pesado, como si estuviera hundiéndose en un mar de tranquilidad forzada. Cerré los ojos, dejándome llevar por esa sensación de escape.

El ruido afuera se fue desvaneciendo poco a poco, hasta que lo único que quedó fue el latido lento y constante de mi corazón, y el silencio. Al menos por esta noche, podría escapar de todo. Pero en el fondo, sabía que este alivio era solo temporal, que cuando despertara, todo seguiría igual, o quizás, incluso peor.

El papá de mi amiga. Richard rios Donde viven las historias. Descúbrelo ahora