Después de esa semana en casa de mi abuela, me sentía diferente. Había logrado calmar mis pensamientos y sentar cabeza, pero sabía que al regresar a la ciudad, todo volvería a ser un caos. Llegué un domingo por la tarde, y apenas tuve tiempo de saludar a Marcela por mensaje. Ni siquiera le conté todo lo que había reflexionado durante esos días. Me puse a hacer tareas pendientes, pero el agotamiento de la semana me pasó factura, y al día siguiente en clase, no pude mantener los ojos abiertos.En la clase de castellano, mientras la profesora explicaba algo sobre figuras literarias, me recosté en mi pupitre. A mi lado, Marcela intentaba seguir la clase, pero yo no podía dejar de hablarle.
—Marce, te juro que necesito dormir. Esta noche casi no pegué el ojo pensando en todo lo que tengo que hacer —le susurré, intentando no llamar la atención de la profesora.
Marcela me miró de reojo, preocupada.
—Jessi, ¿estás bien? Te ves agotada. Tal vez deberías hablar con la profe y pedirle que te deje descansar un rato.
Negué con la cabeza.
—No, si le digo algo, me va a regañar. Mejor intento aguantarme... solo... un... rato... más —mis palabras se fueron apagando mientras me quedaba dormida, apoyada en mi brazo.
No supe cuánto tiempo pasó, pero lo siguiente que recuerdo es que la profesora estaba parada frente a mí, su sombra cubriendo mi escritorio.
—¡Jessica! —gritó, golpeando la mesa con una regla de madera—. ¿Te parece que este es el lugar para dormir?
Desperté de golpe, sobresaltada, y el salón entero se quedó en silencio. Sentí las miradas de todos sobre mí, y el calor subió a mis mejillas.
—Lo siento, profesora... no... no me di cuenta... —balbuceé, intentando justificarme.
Pero ella no estaba dispuesta a escuchar.
—¡Levántate inmediatamente! —ordenó, cruzándose de brazos—. Si estás tan cansada, tal vez deberías reconsiderar tus prioridades. ¡Esto es una falta de respeto hacia mí y hacia tus compañeros que están aquí para aprender!
La humillación fue inmediata, y algo en mí se rompió. Todo el estrés acumulado, las preocupaciones, el cansancio... todo explotó en ese momento.
—¡¿Qué quiere que haga?! —le respondí con voz elevada, poniéndome de pie—. ¡Estoy cansada, no puedo dormir bien en mi casa, y usted no ayuda con toda la presión que nos mete! ¡No somos máquinas!
La profesora arqueó una ceja, sorprendida por mi reacción, pero no retrocedió.
—¡Jessica, cálmate inmediatamente! No vas a venir a mi clase a faltarme el respeto. Si tienes problemas, deberías aprender a manejarlos de forma adecuada, y no descargarte en la escuela.
—¡Usted no entiende nada! —le grité, sintiendo las lágrimas arder en mis ojos—. ¡No sabe lo que estoy pasando, y si no puedo dormir es porque mi vida es un desastre y todo se está yendo al carajo!
Hubo un momento de silencio absoluto. Todos en el salón me miraban, atónitos, mientras la profesora me observaba con una mezcla de incredulidad y desaprobación.
—Eso es suficiente, Jessica —dijo finalmente, con una voz fría—. No voy a permitir que continúes faltando el respeto de esta manera. Estás suspendida. Sal inmediatamente de mi clase y ve a la dirección.
Mis piernas temblaban mientras recogía mis cosas, sintiendo las miradas pesadas de mis compañeros sobre mí. Marcela me lanzó una mirada preocupada, pero yo no podía sostenerle la mirada. Caminé hacia la puerta sin decir una palabra más, sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros.
En la dirección, la directora me recibió con una mirada severa. Era una mujer alta y delgada, con un semblante que siempre me había intimidado.
—Jessica, siéntate —me dijo, señalando una silla frente a su escritorio.
Obedecí en silencio, sintiendo un nudo en la garganta. No podía creer que había llegado a esto.
—He hablado con la profesora de castellano —comenzó la directora, entrelazando las manos sobre el escritorio—. Me ha informado sobre lo que ocurrió en clase. Esto es inaceptable, Jessica. ¿Qué está pasando contigo?
No sabía cómo responder. No podía explicarle todo lo que estaba mal en mi vida, y aunque quería gritarle que todo se estaba derrumbando, me limité a bajar la mirada.
—No lo sé... —murmuré—. Solo... solo estoy cansada de todo.
La directora suspiró, como si ya hubiera escuchado esa excusa demasiadas veces.
—Entiendo que puedas estar pasando por un momento difícil, pero eso no justifica tu comportamiento. Tienes que aprender a manejar tus emociones de una manera más constructiva. Te voy a suspender por dos días. Necesitas tomarte este tiempo para reflexionar y reconsiderar tus prioridades.
Asentí en silencio, aceptando mi destino. Luego de un par de segundos, la directora continuó:
—Voy a tener que llamar a tu madre para que venga a buscarte y firme los documentos de la suspensión. Necesitamos que alguien se haga responsable de tu salida de la escuela.
Ese era el momento que temía. Sabía que mamá estaría en el trabajo, y la idea de llamarla para darle esa noticia me aterraba. Cuando la directora hizo la llamada, el tono serio de su voz me puso aún más nerviosa. Después de unos minutos, colgó y me miró con una expresión menos severa.
—Tu madre no puede venir en este momento, pero ha pedido que alguien de confianza se haga cargo. ¿Conoces a un tal Richard Ríos? Dice que es una persona en la que confía.
Asentí, sorprendida de que mamá lo hubiera mencionado, pero al mismo tiempo, aliviada de no tener que enfrentarla en ese momento. Aunque la idea de que Richard viniera a recogerme no era precisamente reconfortante, sabía que era la mejor opción en ese momento.
La directora hizo otra llamada, esta vez a Richard, y después de unos minutos, me indicó que esperara en la oficina. El tiempo pasó lento, y cada segundo se sentía como una eternidad. Finalmente, la puerta se abrió, y Richard entró, con una expresión entre preocupada y seria.
—Hola, Jessica —dijo con voz baja, inclinándose un poco hacia mí—. ¿Estás bien?
—Sí... más o menos —respondí, sintiendo una mezcla de vergüenza y alivio.
La directora lo recibió con un apretón de manos y le explicó la situación. Richard firmó los documentos necesarios, y antes de que me diera cuenta, ya estábamos saliendo de la oficina.
El trayecto en auto fue silencioso al principio. Sentía que mi mente estaba atrapada en una nube de confusión. Finalmente, Richard rompió el silencio.
—Jessica, ¿qué pasó hoy? —preguntó, su voz calmada pero llena de preocupación.
—Tuve una pelea con la profesora... —respondí, mirando por la ventana—. Estoy cansada de todo, Richard. No sé cómo manejarlo.
Richard asintió, y por un momento, el silencio volvió a caer entre nosotros. Pero luego, con una voz más suave, dijo:
—Sé que las cosas pueden parecer abrumadoras a veces, pero tienes que encontrar una manera de mantener la calma. No puedes dejar que el caos te consuma.
—Lo intento... —dije, sintiendo las lágrimas comenzar a llenar mis ojos—. Pero parece que todo se está desmoronando, y no sé cómo detenerlo.
Richard suspiró y me miró de reojo.
—Escucha, todos pasamos por momentos difíciles. Pero recuerda que siempre hay una salida, y no estás sola en esto. Si necesitas hablar, aquí estoy. No tienes que cargar con todo esto tú sola.
Esas palabras, aunque simples, me ofrecieron un pequeño alivio. Sabía que, aunque el caos seguía ahí, tal vez, con el tiempo, podría encontrar la manera de enfrentarlo. Y mientras Richard me dejaba en casa, me di cuenta de que, a pesar de todo, tenía personas a mi alrededor dispuestas a ayudarme, y eso, en ese momento, era suficiente.