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La noche de la fiesta llegó, y con ella la extraña sensación de que algo importante estaba a punto de suceder. Richard había organizado una reunión en su casa, una de esas ocasiones en las que su hogar se llenaba de risas, música y personas que parecían vivir en un mundo al que yo solo podía mirar desde afuera. Marcela, en un intento de no aburrirse en medio de tanta gente adulta, me convenció de acompañarla. A pesar de mis dudas, acepté. Después de todo, una parte de mí también quería distraerse, olvidar por un rato la confusión que había estado cargando.

Cuando llegamos, la casa ya estaba llena de gente. La música retumbaba en las paredes, y el ambiente estaba cargado de energía. Nos movimos entre la multitud, saludando a conocidos, mientras intentábamos encontrar un espacio donde pudiéramos estar un poco más tranquilas.

—Vamos a la cocina, allí siempre hay menos gente —sugirió Marcela, y la seguí sin pensarlo dos veces.

Al llegar a la cocina, noté que había una botella de whisky sobre la encimera. Sin decir nada, Marcela sirvió dos vasos y me tendió uno. Hacía tiempo que no bebíamos juntas, y aunque sabía que no era lo más prudente, decidí dejarme llevar.

Empezamos a tomar, primero despacio, pero conforme pasaban los minutos y las conversaciones ligeras se mezclaban con el alcohol, las risas se hicieron más frecuentes, y los vasos se vaciaban con mayor rapidez. El mundo a nuestro alrededor se volvió más borroso, y lo que al principio había sido una simple distracción, se convirtió en una especie de escape.

En un momento dado, sentí que la cabeza me daba vueltas, así que me apoyé en la encimera para mantener el equilibrio. Marcela seguía hablando, su voz era un eco distante mientras mi mirada se perdía en las luces suaves de la cocina. Fue entonces cuando lo vi.

Richard estaba parado en la puerta, con los brazos cruzados, mirándome. Sus ojos, que siempre habían sido una mezcla de amabilidad y seriedad, ahora estaban fijos en mí con una intensidad que me hizo sentir un escalofrío en la espalda.

—Jessi... —dijo, su voz apenas un murmullo que atravesó el ruido de la fiesta.

No respondí. No sabía cómo hacerlo. Había algo en su presencia, en la forma en que me miraba, que me dejaba sin palabras. Me sentí vulnerable, expuesta, como si todas las emociones que había estado reprimiendo salieran a la superficie en ese instante.

Richard se acercó, despacio, sin apartar la vista de mí. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, extendió una mano y rozó mi mejilla con el dorso de sus dedos. El contacto fue breve, pero sentí cómo mi piel se erizaba al sentir su tacto.

—Esto no puede pasar, Jessi —dijo, su voz era grave, cargada de una emoción que no podía identificar—. Yo te vi crecer...

Sus palabras resonaron en mi mente, y de repente, la realidad de la situación me golpeó con fuerza. Di un paso hacia atrás, buscando espacio, pero sentí como si todo el aire hubiera sido succionado de la habitación. El whisky en mi sistema hizo que el mundo girara más rápido, y un nudo de ansiedad se formó en mi pecho.

—Lo siento... —susurré, mi voz temblaba.

Richard suspiró, su expresión se suavizó un poco, pero aún podía ver la lucha interna que estaba teniendo. Me miró una última vez antes de dar un paso atrás.

—Vete a casa, Jessi. Descansa... —me dijo, su tono era suave pero firme.

Sin decir nada más, giré sobre mis talones y salí de la cocina, sintiendo que las piernas apenas me sostenían. Pasé por entre las personas que reían y bailaban, sin siquiera detenerme a despedirme de Marcela. Mi mente estaba nublada, y solo tenía una idea clara: necesitaba irme.

Llegué a casa y me encerré en mi cuarto, sin siquiera encender la luz. Me dejé caer sobre la cama, y mientras las lágrimas comenzaban a rodar por mis mejillas, me di cuenta de que algo en mí había cambiado esa noche. Algo que no podría deshacer, no importaba cuánto lo deseara.

El papá de mi amiga. Richard rios Donde viven las historias. Descúbrelo ahora