No sabía qué esperar cuando decidí ir a la casa de Marcela ese día. La tensión aún estaba en el aire entre Richard y yo, y después de lo que pasó, sentía que algo inevitable iba a explotar. Caminé hacia la puerta con pasos firmes, aunque por dentro estaba hecha un manojo de nervios. Sabía que tenía que enfrentar a Richard, y aunque me aterraba, no iba a retroceder.
Marcela estaba en la sala, viendo televisión y comiendo fresas. Me sonrió cuando entré, pero noté la pregunta en sus ojos. Le devolví la sonrisa, aunque no alcanzaba mis ojos. El ambiente estaba cargado, y ambas lo sabíamos.
—Voy a la cocina un momento —le dije, sabiendo que era solo una excusa. Necesitaba cruzar ese umbral y enfrentar a Richard, quien estaba en la otra habitación.
—¿Todo bien? —me preguntó Marcela con suavidad.
—Sí, tranquila —mentí, tratando de parecer despreocupada. Marcela asintió, aunque no parecía convencida.
Cuando lo vi, Richard estaba sentado a la mesa, con la mirada perdida en su teléfono. Apenas levantó la vista cuando entré, pero cuando lo hizo, sus ojos se encontraron con los míos, y el aire se tensó aún más.
—¿Podemos hablar? —le solté, cortante.
—No estoy seguro de qué hay que hablar —respondió él, con una frialdad que me quemó por dentro. Sentí una mezcla de rabia y dolor arremolinarse en mi pecho.
Cerré la puerta detrás de mí para que Marcela no escuchara lo que estaba a punto de suceder. Aunque sabía que desde la distancia, sus ojos curiosos no perderían detalle.
—¿Por qué lo hiciste, Richard? —le pregunté con la voz temblorosa. Me odiaba por mostrarle lo vulnerable que estaba, pero no podía evitarlo—. ¿Por qué le contaste a mi mamá lo de Alex?
Richard suspiró, dejando el teléfono a un lado. Se levantó, caminando hacia la ventana, mirando hacia fuera antes de volver a enfrentarme. Había algo en su mirada, algo entre la culpa y la determinación.
—Lo hice por tu bien, Jessi —dijo finalmente—. No me gusta que andes por ahí en plena madrugada con un tipo que apenas conoces.
Esa respuesta me encendió aún más. No era lo que esperaba escuchar. Necesitaba algo más, una razón que no estuviera tan cargada de paternalismo, porque no era su papel cuidarme, y ambos lo sabíamos.
—¿Por mi bien? —me reí, pero era una risa amarga, llena de ironía—. No me vengas con eso, Richard. Tú no quieres tenerme, pero tampoco quieres que nadie más lo haga, ¿cierto? —Escupí las palabras, sintiendo el peso de cada una de ellas.
Él apretó los puños, pero su mirada no se desvió. Sabía que lo había tocado en lo más profundo, pero no me iba a detener. No ahora.
—No es eso, Jessi, no sabes lo que dices... —intentó replicar, pero lo interrumpí, incapaz de contenerme.
—¿No lo sé? Entonces explícame. Porque todo lo que veo es que me quieres fuera de tu vida, pero no permites que alguien más se acerque. ¡No me vuelvas a buscar más, Richard! —Mis palabras resonaron en la habitación como un golpe. Mi respiración era agitada, y las lágrimas amenazaban con salir, pero me mantuve firme—. No necesito de ti. Ni de tu protección, ni de tu lástima.
Hubo un silencio pesado, uno que parecía llenar todos los rincones de la habitación. Richard me miró, pero no dijo nada. Podía ver la lucha interna en sus ojos, pero no le iba a dar más espacio para excusas o justificaciones.
Marcela seguía en la sala, con su plato de fresas en la mano, sus ojos bien abiertos mientras masticaba lentamente. Estaba en shock, claramente no sabía cómo reaccionar, y no la culpaba. Esta pelea había estado gestándose durante mucho tiempo, y finalmente había estallado frente a ella.
—Adiós, Richard. Y espero que lo entiendas: no quiero que me busques, no quiero más de esto. —Di la vuelta y salí de la habitación, sin mirar atrás, sin permitir que mi resolución se quebrara.
Salí de la casa de Marcela, sintiendo el aire fresco golpeando mi rostro, pero también una extraña sensación de libertad. Había cerrado una puerta, y aunque dolía, sabía que era lo mejor.