Las noches se habían vuelto mi refugio, el único momento del día en que podía dar rienda suelta a mis pensamientos sin temor a ser interrumpida. Había tantas cosas que quería decir, tantas emociones que se acumulaban en mi pecho, y que no sabía cómo expresar. Así que, una noche, tomé una hoja de papel y me senté en mi escritorio, decidida a sacar todo lo que había guardado dentro de mí.Empecé a escribir. Las palabras fluían, como si hubieran estado esperando este momento. Le conté a Richard todo lo que había sentido desde que lo conocí, desde la primera vez que nuestras miradas se cruzaron hasta el creciente sentimiento que se había instalado en mi corazón. La carta se llenó de confesiones, de deseos reprimidos, de una sinceridad que nunca había tenido el valor de mostrar en persona.
Cuando terminé, sentí una mezcla de alivio y miedo. Doblé la carta con cuidado y la guardé en uno de los cajones de mi escritorio. Sabía que no debía entregársela, pero no podía deshacerme de ella. Era como si ese papel contuviera una parte de mi alma, algo que no podía dejar ir.
Los días pasaron, y la carta se convirtió en un secreto que cargaba conmigo a todas partes. A veces, durante las clases o mientras hablaba con Marcela, me encontraba pensando en las palabras que había escrito, en cómo cambiaría todo si él llegara a leerla.
Una tarde, después de la escuela, Marcela vino a mi casa. Nos instalamos en mi cuarto, como solíamos hacer, charlando sobre cosas sin importancia. Pero mientras yo buscaba algo en mi armario, ella se acercó a mi escritorio, curiosa como siempre.
—¿Qué es esto? —preguntó de repente.
Me giré y la vi con la carta en la mano, esa carta que había jurado mantener oculta. Mi corazón se detuvo por un instante, y en ese segundo de pánico, supe que no había forma de evitar lo que estaba por venir.
—No, Marcela, no la leas... —comencé, pero ya era demasiado tarde.
Sus ojos se movían rápidamente por las líneas de la carta, y pude ver cómo su expresión cambiaba. El silencio en la habitación se hizo insoportable, y cuando finalmente terminó de leer, levantó la vista y me miró, esperando una explicación.
—¿Por qué no me dijiste nada? —su voz era suave, pero en ella había una mezcla de decepción y tristeza que me hizo sentir terriblemente culpable.
Bajé la mirada, incapaz de sostenerle la mirada. Sabía que tenía que confesarlo todo, pero no sabía cómo.
—Lo siento, Marcela... —dije en un susurro—. No sabía cómo decírtelo. Tenía miedo de cómo reaccionarías.
Marcela guardó silencio por un momento, y cuando finalmente habló, sus palabras me sorprendieron.
—No estoy molesta por lo que sientes por Richard —dijo—. Lo que me duele es que no confiaste en mí para decírmelo. Hemos sido mejores amigas desde que Richard me adoptó cuando tenía 11 años. Hemos pasado por tantas cosas juntas, Jessi. Nunca pensé que me ocultarías algo así.
Sentí un nudo en la garganta, y mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. No podía creer lo tonta que había sido, dejando que mis miedos crearan una barrera entre nosotras.
—Nunca quise lastimarte, Marce —le dije, acercándome a ella—. Es solo que... todo esto es tan confuso para mí. No sabía cómo manejarlo, y pensé que... que podrías odiarme por lo que siento.
Marcela me miró con una mezcla de compasión y firmeza.
—Jessi, eres mi mejor amiga. Nunca te odiaría por algo así. Pero por favor, no me vuelvas a ocultar nada. No quiero que nada se interponga entre nosotras.
Asentí, sintiendo cómo las lágrimas finalmente rodaban por mis mejillas. Marcela me abrazó, y en ese momento supe que, a pesar de todo, nuestra amistad era lo suficientemente fuerte como para superar cualquier obstáculo.
Nos quedamos así, en silencio, reconociendo que habíamos cruzado una línea que no se podía deshacer, pero que había fortalecido nuestro lazo de una manera que no habríamos imaginado. Y aunque el futuro seguía siendo incierto, al menos sabía que no tendría que enfrentarlo sola.