El silencio que siguió a la partida de María era insoportable. Mientras permanecía recargado en la pared, tratando de que la erección baje, las palabras que había soltado sin pensar rebotaban en mi mente. ¿Qué diablos me pasaba?. Nunca había sido un hombre de emociones explosivas, y mucho menos alguien que dejara que los celos lo dominaran. Y, sin embargo, ahí estaba, perdiendo el control como si fuera un puto adolescente caliente. ¿Todo por verla con Pablo? ¡En serio! ¡¿Con Pablo!?
Solté un suspiro profundo y me pasé las manos por el rostro, tratando de calmar la agitación que sentía en el pecho. No soy así, me repetí una y otra vez. Nunca lo fui. Ni siquiera con Mirna. Mirna, que me había sido infiel antes de morir, y aun así, nunca llegué a sentir una explosión de celos como la que acababa de tener con María.
Pensar en Mirna siempre me producía una mezcla de tristeza y resignación. Habíamos tenido nuestros problemas, sí, y ella había hecho cosas que me dolieron profundamente. Pero incluso cuando su traición salió a la luz, me había mantenido sereno. No hubo gritos, no hubo arranques de furia. Solo una resignación amarga. ¿Por qué, entonces, me sentía tan fuera de control con María?.
El recuerdo de su risa con Pablo, de verla caminar junto a él, tan relajada como muy rara vez he visto conmigo, era como un palo que me metían por el culo. No tenía derecho a sentirme así. Ella no me debe nada.
—Maldita sea, Rafael... —murmuré para mí mismo, apoyándome en la pared de la sala de cámaras.
El problema no era Pablo. Nunca lo había sido, aunque su presencia ciertamente no ayudaba. El problema era cómo me hacía sentir María. Desde el primer día en que la conocí, había algo en ella que desarmaba todas mis defensas. Esa sonrisa, su forma de ser... Había una energía en ella que me atraía, me desafiaba, me hacía querer estar cerca, y al mismo tiempo, me aterraba. No había sentido algo así en mucho tiempo, ni siquiera con Mirna.
Mientras me siento en una silla, con la cabeza entre las manos, un pensamiento me sacó una sonrisa a pesar del malestar que sentía. María. Siempre me había divertido picarla, sacar ese lado descarado, mordaz y víbora que intentaba disimular. Sus respuestas afiladas, esa manera de contraatacar cuando la molestaba, eran una de las cosas que más me encantaban de ella.
Me recosté en la silla y cerré los ojos por un momento, tratando de aclarar mi mente. ¿Qué me estaba pasando?. Esta no era la manera en que debía manejar las cosas. No podía permitir que los celos o el miedo a perder a alguien que ni siquiera era mía me empujaran a tomar decisiones de las que podría arrepentirme.
Sí, claro, lo que había pasado con Pablo me molestaba, pero no podía evitar disfrutar el juego cuando éramos solo ella y yo, cuando nuestras bromas y comentarios afilados se convertían en una especie de combate verbal. No importaba cuántas veces tratara de resistirse a mis provocaciones, siempre terminaba mordiéndome el anzuelo, y ver cómo sus ojos brillaban de rabia contenida solo me hacía querer molestarla más.
Y luego estaba el tema de Suemy. Lo más curioso de todo era que ella no me interesaba en lo más mínimo. Ni su constante coqueteo, ni la manera en que se esforzaba por mostrarme sus encantos físicos lograban captar mi atención. ¡Vamos, soy hombre! Y lógicamente me doy el gusto de admirarlos, pero no pasa de ahí. Pero lo que sí me llamaba la atención era ver cómo María reaccionaba cada vez que veía a Suemy cerca de mí. María lo disimulaba, o al menos lo intentaba, pero era evidente que los celos la carcomían por dentro.
Esa chispa de celos en María me daba una extraña satisfacción. ¿Qué tan enfermo era eso?. Sabía que no debería disfrutarlo, pero cada vez que veía ese destello de incomodidad en sus ojos cuando Suemy se me acercaba, no podía evitarlo. Era como si quisiera hacerla reaccionar, empujarla un poco más, ver hasta dónde podía llegar antes de que finalmente soltara lo que estaba sintiendo.
—Mierda... —murmuré para mí mismo, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué demonios estoy haciendo?
Había algo en mí que quería seguir con ese juego, y al mismo tiempo, sabía que no estaba siendo justo con ella. María no merecía eso, y yo no tenía derecho a jugar con sus emociones de esa manera. Pero es que me encanta verla reaccionar y me encanta ver cuando se esfuerza por no sonreír por algo que le digo y le hace gracia, aun y cuando sea una vulgaridad o una guarrada de esas que se me ocurren cuando estoy cerca de ella. Me gustaba verla reaccionar, me gustaba molestarla, me gustaba... ella. Me gustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
El problema era que, mientras siguiera con este juego, cualquier imbécil puede venir a meterse en su cabeza, al menos ya tengo a dos perros que están encima de ella, por una parte Armando, y por otra parte este pinche Pablito, que de por si no lo soportaba por lo que pasó con él hace unos años, ahora menos que nunca, al quererse llevar, no sólo a mis Tiburones, sino a la mujer que se clavó en mi cabeza desde que la conocí.
Miré hacia la puerta, sabiendo que la única manera de resolver esto era afrontar la situación con huevos y hablar con María de frente.
María no era Mirna. Ella si no tendrá reparos en mandarme a la mierda si sigo con mis pendejadas. Y yo no era el hombre que podía seguir reprimiendo todo lo que sentía, ni tampoco puedo comportarme como un puto adolescente que molesta todo el tiempo a la chica que le gusta, sólo para llamar su atención.
Por el momento dejaré las cosas por la paz. Pero una vez que lleguemos a Playa del Carmen, las cosas van a cambiar. María se va a enterar de que tan guarro y caballero puedo ser a la vez.
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Más Allá del Juego
RomanceMás allá del juego ¿Quién dijo que el divorcio es el fin del mundo? María, una empresaria de 37 años con dos hijos, te demostrará que es solo el comienzo de una montaña rusa de risas, sarcasmo y segundas oportunidades. Acompáñala mientras malabarist...