44 Chilorio

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María

El olor a cloro inunda mis fosas nasales mientras observo a los niños nadar de un lado a otro de la alberca. Rafael y Juan Carlos parecen dos generales dirigiendo un ejército acuático, sus voces resonando con instrucciones y ánimos.

Esta semana se retoman los entrenamientos, tanto de los niños como de nosotras, excepto hoy, que nos negamos en participar en nuestra tortura auto impuesta, para evitar, llegar oliendo a león a la cena con mis suegritos.

Marce y yo estamos sentadas en las gradas, observando el entrenamiento, y ¿Por qué no? Recreándonos la pupila con nuestros hombres. Tanto Rafael como Juan Carlos nos lanzan miradas coquetas, aun y cuando no pierden el profesionalismo y la concentración.

Al otro lado de las gradas, se encuentran Suemy y Priscila, como si hubieran sentido que hablábamos de ellas, nos miran con una mezcla de desdén y curiosidad mal disimulada. Su actitud de apatía y mala cara contrasta fuertemente con la energía del resto del lugar. Al parecer, Priscila volvió a ser la incondicional de Suemy, ya que su actitud hacia nosotras vuelve a ser la de arpía. Sabrá Dios con qué la habrá envuelto su amiguita.

El entrenamiento termina antes de que me dé cuenta, y de repente estamos todos en el estacionamiento, organizándonos para llegar a casa de Rafael.

—¿Listos para la cena? —pregunta Rafael, acercándose con una sonrisa que me derrite las rodillas.

Asiento, tratando de no pensar en la revelación de esta mañana. "Tú no sabes nada", me recuerdo.

El trayecto a casa de Rafael es rápido, los autos de Marce y mío son escoltados por los de Rafael y Juan Carlos.

Cuando llegamos a casa de Rafael, apenas hemos puesto un pie en la entrada cuando un torbellino de rizos y energía se abalanza sobre nosotros.

—¡María! ¡Viniste! —exclama Paulina, abrazándome con una fuerza sorprendente para alguien de su tamaño.

Me quedo momentáneamente paralizada, sorprendida por el afecto tan abierto de la niña. Paulina me mira con esos ojos enormes, llenos de alegría genuina por verme, y siento que algo se derrite dentro de mí.

—Claro que vine, preciosa —respondo, devolviéndole el abrazo—. No me perdería esta cena por nada del mundo.

Paulina sonríe aún más, si es posible, y luego se gira hacia su papá que la carga inmediatamente para llenarle la cara de besos. Una vez satisfecha de la tanda de cariñitos de su papá, lucha por bajarse de sus brazos para salir corriendo con mis hijos y Andrés.

—¡Vengan! Mi abuelo dice que tiene una sorpresa para nosotros en el jardín.

Los ojos de Nico se iluminan.

—¿Una sorpresa? ¿Qué es?

—¡No lo sé! ... así me dijo el abuelo —responde Paulina, tomándolo de la mano—. ¡Vamos!

En un parpadeo, los cuatro niños desaparecen en dirección al jardín, sus risas resonando por toda la casa.

La señora Eugenia nos recibe con un abrazo y una sonrisa que iluminaría la noche más oscura.

—¡Bienvenidos! Espero que tengan hambre —dice, guiñándome un ojo—. He preparado el platillo favorito de Rafa.

—¿Chilorio? —pregunta Rafael, sus ojos brillando como los de un niño en Navidad.

—El mismo —responde su madre con orgullo—. Con tortillas de harina recién hechas.

El ambiente es casual y cómodo, como si hubiéramos estado haciendo esto durante años. Mientras ayudo a poner la mesa, escuchamos risas y gritos de emoción provenientes del jardín.

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