Una vida normal

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Cuando tenía 12 años, ya había planeado toda mi vida adulta. A mis 30, estaría casada con dos niños, viviendo en la playa. Mi maridito sería un flamante hombre guapo y exitoso, cubriendo mis necesidades económicas, afectivas y hasta sexuales de formas muy románticas y cursis. Yo, por supuesto, sería la esposa modelo, procurando a mi hombre, mi macho, en todo momento...

Y aquí estoy... A mis 37, divorciada, manejando hacia el colegio a las 6:45 am, con mis hijos medio matándose en los asientos de atrás. Mis niveles de estrés están a tope mientras planeo mi día y desgloso mentalmente todos los pagos que tengo que hacer. Porque adivina qué... Ni tengo maridito ni tampoco quien cubra mis necesidades económicas. Y de las necesidades afectivas-románticas, mejor ni hablamos. ¡Ay María! Pero qué equivocada estabas, hija.

Las dos únicas cosas que coinciden con lo planeado a los 12 son que vivo muy cerca de la playa del Caribe, en Playa del Carmen, y que tengo dos hijos: Nicolás de 4 años y Leonardo de 6. Ambos son mis amores y mis motores de vida. Los amo con todo mi corazón, pero también me pueden sacar de mis casillas más rápido que un cohete a la luna.

-"¡Mamá, Leo me está pegando!" - grita Nico desde el asiento trasero.

-"¡No es cierto, él empezó!" -se defiende Leo.

Respiro hondo, contando hasta diez... mejor hasta veinte, en mi mente

-"Chicos, por favor, ¿podemos tener cinco minutos de paz? Solo cinco.

Silencio... por exactamente 4.5 segundos.

Entre el caos familiar y mi negocio de lavandería, que exige más y más de mi tiempo cada día, mi vida se ha convertido en una montaña rusa de responsabilidades. Y ni hablar de mi vida social, que es tan existente como los unicornios. ... bueno, excepto por Marcela.

Marcela, mi salvavidas en este océano de locura maternal. Es la única que realmente entiende mi situación, probablemente porque ella también es una madre divorciada y tiene a su hijo, Andrés. Cuando le digo que tuve que usar el baño con la puerta abierta para vigilar a los niños, en lugar de mirarme horrorizada, se ríe y me cuenta cómo ella tuvo que bañarse con su hijo de 3 años jugando a ser buzo en la bañera.

El resto de mis conocidas son solteras o tienen hijos ya grandes. Cuando hablamos de "un día en la playa", ellas se imaginan cócteles fríos en un camastro. Yo veo una maratón de persecuciones, peleas de arena y gritos de

"¡Mamá, mira!"

"¡Mamá Leo me pego!"

"¡Mamá Nico me metió tierra en los ojos" – Leo llorando a grito pelón

"¡Mamá donde están mis goggles!"

"¡Mamá, mamá, mamá...!"

Necesito más amigas que sean mamás como yo, que entiendan que ir al supermercado sola es prácticamente unas vacaciones en el Caribe.

Mientras me detengo en un semáforo, miro por el retrovisor. Leo y Nico están ahora compartiendo un juguete, riendo como si no hubieran estado a punto de iniciar la Tercera Guerra Mundial hace unos minutos. Sonrío, a pesar de todo.

Esta no es la vida que planeé, pero es la mía. Y aunque a veces quisiera esconderme en el armario con una botella de vino y un kilo de chocolate, no la cambiaría por nada.

Bueno, tal vez por un día de spa. O por...

El claxon del carro detrás de mí me devuelve a la realidad. El semáforo ya está en verde y mi día apenas comienza. Aquí vamos de nuevo, otro día en mi "vida normal".

Y quién sabe, tal vez hoy sea el día en que encuentre más amigas mamás, o ese hombre que no salga corriendo cuando vea mi vida. O al menos, el día en que logre llegar al colegio sin que mis hijos conviertan el auto en un ring de lucha libre.

Una chica puede soñar, ¿no?


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