47 La noche

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María

Entramos a la habitación de Rafael yo sigo colgada de su hombro, cual pedazo de carne, aunque este pedazo ha tratado de morderle el trasero varias veces a su captor y como no he podido, al menos lo he pellizcado, ganándome unos reclamos y chillidos de recompensa.

Por mi parte, debo tener el trasero rojo, muy rojo. A cada pellizco que le doy el corresponde con una nalgada que resuena por donde vamos.

Con un movimiento que me saca un gritito poco digno de una dama, Rafael me deposita en la cama, con toda la delicadeza que su lado animal se lo permite. Por fin puedo ver su rostro, y la sonrisa que tiene es mitad depredador, mitad niño que acaba de hacer una travesura.

De repente, en un movimiento tan fluido que parece ensayado, se quita la playera, sacándosela por la cabeza. Por un segundo, me quedo muda, hipnotizada por la vista de sus músculos moviéndose bajo su piel bronceada.

—Ahora sí, mamita, no te la vas a acabar... —dice con voz ronca, en tanto se deja venir sobre mi.

Como reflejo, pongo mis brazos para impedir que me caiga encima, aunque una parte de mí, una parte muy insistente, quiere exactamente lo contrario. Por una fracción de segundos, dudo si es que sigue bromeando o si su lado animal ha tomado el control. La situación me divierte y me calienta a partes iguales.

Chillo entre risas cuando siento las cosquillas que su barba provoca en mi cuello al restregarse con clara intención contra mi piel sensible.

—¡Rafael! ¡Quítate! —Lo empujo, pero apenas lo muevo un milímetro. Es como tratar de mover una montaña... una montaña muy sexy y con muy malas intenciones.

Las carcajadas nos agotan y hacen que respiremos como si hubiésemos corrido un maratón. Él se apoya en un codo, liberando mi cuerpo del peso del suyo, pero con su mano libre acaricia suavemente mi cara. El contraste entre sus dedos fuertes y la ternura del gesto envía escalofríos por mi columna.

—Eres un payaso, Rafa —digo, mirándolo a los ojos y viendo un brillo especial, una mezcla de diversión, deseo y algo más profundo que no me atrevo a nombrar.

—Uy, y todavía no has visto las gracias que sé hacer —responde, moviendo las cejas de forma sugestiva.

Me puede la risa. Este hombre está irreconocible esta noche, y me encanta cada segundo.

Y de repente, el ambiente cambia. La risa aún está ahí, burbujeando bajo la superficie, pero hay algo más. Una tensión, una electricidad que hace que el aire se sienta cargado, como justo antes de una tormenta de verano.

Nos quedamos viendo a los ojos, y el mundo parece desaparecer a nuestro alrededor. Solo existimos nosotros dos, este momento, esta conexión que va más allá de lo físico. Las palabras me salen del alma, del corazón, sin pasar por el filtro de mi cerebro:

—Bésame, Rafael.

Sus ojos se oscurecen con deseo al escuchar mi petición. Por un momento, parece congelado en el tiempo, como si estuviera memorizando cada detalle de mi rostro. Luego, con una lentitud que es casi dolorosa, se inclina hacia mí.

El primer roce de sus labios contra los míos es suave, casi tímido. Es un beso de exploración, de reconocimiento. Sus labios son cálidos y sorprendentemente suaves, contrastando con la aspereza de su barba que roza mi barbilla. El olor de su colonia, mezclado con algo que es puramente Rafael, inunda mis sentidos.

Poco a poco, el beso se profundiza. Su lengua traza el contorno de mis labios, pidiendo permiso para entrar. Se lo concedo sin dudar, y cuando nuestras lenguas se encuentran, es como si una corriente eléctrica recorriera todo mi cuerpo.

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