57 El intruso en la madriguera

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María

El aroma a café recién hecho inunda mi departamento, mezclándose con las risas y el bullicio de una mañana de domingo en familia. Mi madre, la señora Alondra, está en la cocina preparando unos huevos revueltos que huelen a gloria, mientras mi padre y Rafael discuten animadamente sobre fútbol en la sala. Luis y Elizabeth juegan una partida de UNO con los niños en la mesa del comedor, y Ana... bueno, Ana sigue roncando en el sofá, ajena al caos mañanero que la rodea.

Me quedo un momento en la barra de la cocina, observando la escena con una sonrisa. Es increíble cómo en solo una semana, desde el cumpleaños de mi padre, Rafael se ha integrado tan naturalmente a nuestra dinámica familiar. Verlo ahí, en pants y camiseta, debatiendo acaloradamente con mi padre sobre que carro es mejor, me provoca una calidez en el pecho que no puedo explicar.

—¡Mamá! —La voz de Nico me saca de mi ensimismamiento—. ¡El tío Luis hace trampa!

—¡Eso no es cierto, enano! —se defiende mi hermano, fingiendo indignación—. No es mi culpa que seas malo para el UNO.

Estoy a punto de intervenir cuando escucho que tocan a la puerta. Extrañada, miro el reloj. Son las 10 de la mañana de un domingo, ¿quién carajos puede ser?

—Yo voy —digo, dirigiéndome a la puerta.

La abro sin mirar por la mirilla, confiada en que debe ser algún vecino pidiendo azúcar o algo así. Grave error.

—¡Sorpresa! —La voz de Dante me golpea como un balde de agua fría.

Me quedo paralizada, con la mano aún en el pomo de la puerta. Dante está ahí, con su sonrisa de comercial de pasta dental y una maleta a sus pies.

—¿Dante? ¿Qué... qué haces aquí? —balbuceo, sintiendo cómo el pánico empieza a apoderarse de mí.

—Pues vine a ver a mis hijos, mujer. ¿O ya no puedo? —dice, empujando suavemente la puerta para abrirla más y colarse dentro, no sin antes, darme un beso sonoro en la mejilla.

<<¡Puta madre! ¡Puta madre! ¡PUTA MADRE!>>

Antes de que pueda reaccionar, Dante ya está en medio de mi sala, observando la escena familiar con una expresión que no logro descifrar. El silencio que se hace es tan denso que casi se puede cortar con un cuchillo.

Rafael se pone de pie lentamente, su postura tensa como la de un boxeador listo para el combate. Mi padre, a su lado, frunce el ceño. Desde la mesa del comedor, Luis mira a Dante como si fuera una cucaracha que acaba de aparecer en medio de la sala.

De repente, la cara de Dante se ilumina con una sonrisa que me pone los pelos de punta. Sus ojos se clavan en mi padre y, antes de que alguien pueda hacer algo, se dirige hacia él con los brazos abiertos.

—¡Don Fernando! —exclama Dante con un entusiasmo que suena tan falso como billete de tres pesos—. ¡Qué gusto verlo!

Se funde en un abrazo con mi padre, palmeándole la espalda como si fueran compadres de toda la vida. La escena es tan surreal que por un momento me pregunto si no estaré teniendo una pesadilla. Al instante empiezo a sentir un sudor frio por todo el cuerpo.

—¡Tanto tiempo sin verlo! ¿Cómo ha estado? —Dante sigue, hablando como si los últimos años de divorcio y tensión familiar nunca hubieran existido.

Mi padre, siempre el diplomático, corresponde al abrazo con una sonrisa tensa que no llega a sus ojos. Puedo ver cómo se esfuerza por mantener la compostura, probablemente por el bien de los niños.

—Dante, qué sorpresa —responde mi padre, con su voz controlada, pero con un dejo de incomodidad que no puede ocultar del todo—. Estamos bien, gracias por preguntar

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