32 ¿Qué chingados...?

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32 ¿Qué chingados...?

Un taladro. Un puto taladro me está perforando el cerebro. O al menos así se siente cuando abro los ojos.

<<Ay, puta madre>> gruño, cerrando los ojos de nuevo y llevándome las manos a la cabeza. El simple acto de pensar duele.

Poco a poco, voy tomando conciencia de mi entorno. Estoy en mi cama, eso es bueno. Pero... ¿por qué siento arena en lugares donde definitivamente no debería haber arena? Y más importante aún, ¿por qué estoy en ropa interior?

En un acto reflejo, empiezo a tocarme en lugares en donde, probablemente si hubiera hecho algo estúpido, me dolería. Pero no... Todo intacto, como desde hace años a la fecha. ¡Maldita pinche sea!

Me siento lentamente, luchando contra las náuseas que amenazan con convertir mi estómago en un géiser de arrepentimiento líquido. Miro alrededor de mi habitación, tratando de encontrar pistas sobre cómo llegué aquí.

<<Vamos, María, piensa...No, mejor no lo hagas, duele como la chingada>>

Me digo a mí misma, y al instante me arrepiento porque hasta pensar duele.

<<¿Qué es lo último que recuerdas?>>

Imágenes borrosas comienzan a aparecer en mi mente. Marce y yo en el club de playa. Risas. Mimosas. Muchas mimosas. Al pobrecito de Paco ... Ese pinche Paco se ganó el cielo ayer. Con el simple hecho de aguantarnos, pagó lo que sea que tenía que pagar en vida. Me da risa de acordarme y me arrepiento al instante.

<<Carajo, como duele>>

Murmuro al recordar que estábamos en nuestra cuarta ronda cuando mi memoria decide hacer las maletas e irse a la mierda.

Me levanto con la gracia de un zombi recién desenterrado y me dirijo al baño. Necesito una ducha. Y tal vez ahogarme en ella para acabar con este sufrimiento.

El agua caliente ayuda a despejar un poco mi mente, pero las preguntas siguen ahí. ¿Cómo llegué a casa? ¿Quién me desvistió? ¿Hice algo estúpido? Bueno, más estúpido de lo habitual.

Salgo de la ducha sintiéndome un poco más humana, aunque mi cerebro sigue protestando por el abuso de ayer. Al menos las ganas de vomitar se fueron. Me lavo los dientes con bastante enjuague bucal. Me pongo unas bragas y una camiseta para dormir, sin molestarme con el sostén. Total, estoy en mi casa, ¿quién me va a ver?

Decidida a encontrar café y tal vez las respuestas al misterio de cómo llegué a casa, salgo de mi habitación. El pasillo nunca me había parecido tan largo, o tal vez es que cada paso hace que mi cabeza rebote como una pelota.

Llego a la sala y ahí es cuando mi corazón decide saltarse varios latidos. Porque ahí, sentado en MI sofá, viendo MI televisión, y bebiendo lo que sospecho es MI cerveza, está Rafael.

<<¿QUÉ CHINGADOS...?>>

Grito mentalmente, o al menos intento gritar, porque lo que sale de mi boca es más bien un graznido ronco.

Rafael se gira, y la sonrisa que me dedica es una mezcla de diversión y algo más que no puedo descifrar.

—Buenas noches, damita — dice, y su voz suena como si alguien hubiera subido el volumen del mundo al máximo. —¿Cómo te sientes?

Me quedo ahí parada, consciente de repente de mi falta de ropa adecuada, tratando de procesar la situación. Mi cerebro, aún en huelga por el abuso etílico, solo logra formular una pregunta:

—¿Qué chingados haces en mi casa?

El muy cabrón se empina la lata de cerveza y responde con toda su chulería que lo caracteriza.

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