45 Vacío y recuerdos

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Rafael

El sonido de mis pasos resuena en el silencio de la casa vacía. Acabo de regresar del aeropuerto después de despedir a mis padres, a mi hermana Mónica y a mi pequeña Paulina. El viaje de regreso a Sinaloa los espera, y yo me quedo aquí, en una casa que de repente parece demasiado grande, demasiado silenciosa.

Dejo caer las llaves en el bowl de la entrada, el tintineo metálico haciendo eco en el vestíbulo. Es extraño cómo un sonido tan familiar puede parecer ajeno en el silencio. Camino hacia la sala, mis pasos lentos, como si estuviera explorando un territorio desconocido.

Me detengo en medio de la estancia, mirando a mi alrededor. Los cojines del sofá aún conservan la forma de los cuerpos que se sentaron ahí anoche. Puedo ver la marca de las manitas de Paulina en la mesa de centro, donde apoyó sus codos mientras escuchaba embobada las historias de terror que contaban los niños. Todo está igual, y sin embargo, todo se siente diferente.

Es la primera vez que siento este vacío tan profundo en mi propia casa. Siempre he sido un lobo solitario, disfrutando de mi espacio cuando Paulina no está. Pero ahora... ahora es como si las paredes gritaran la ausencia de risas, de voces, de vida.

Me dejo caer en el sofá, cerrando los ojos por un momento. La imagen de Paulina en el aeropuerto, con sus ojitos llenos de lágrimas, me golpea como un puñetazo en el estómago.

—Papi, no quiero irme —me dijo, aferrándose a mi cuello como si su vida dependiera de ello.

—Lo sé, princesa —respondí, tratando de mantener la voz firme—. Pero te vas a divertir mucho en el rancho con los abuelos. Y antes de que te des cuenta, estaremos juntos de nuevo.

—¿Lo prometes? —preguntó, separándose un poco para mirarme con esos ojos que son mi perdición.

—Te lo juro, corazón—dije, ganándome una risita.

—¿Vas a llevar a Maria y a los Tiburones? —Su pregunta fue solemne

—Claro que si. Te lo prometo —le peine los chinos que otra vez amenazaban con volar por todas partes.

—Te quiero mucho, papi —susurró, volviendo a hundirse en mi cuello.

—Y yo te quiero más, mi amor. Hasta el infinito y más allá.

Abro los ojos, sintiendo un nudo en la garganta. Dios, cómo la voy a extrañar. Pero sé que estará bien, que se divertirá como loca en el rancho. Y yo... yo estaré bien. ¿Verdad?

Mi mirada se posa en la foto de Paulina que tengo en la mesita. Su sonrisa brillante, sus rizos alborotados. Y de repente, como si fuera una superposición, veo la imagen de anoche: Paulina riendo a carcajadas mientras María le limpiaba una mancha de chilorio de la mejilla.

María...

El recuerdo de anoche inunda mi mente como una ola cálida. La casa llena de risas, de conversaciones, de vida. Mis padres contando historias embarazosas de mi infancia, Juan Carlos y Marce bromeando en un rincón, los niños correteando por todos lados. Y en el centro de todo, como si fuera el sol alrededor del cual orbitábamos todos, estaba María.

La veo en mi mente, moviéndose con gracia entre todos, asegurándose de que nadie tuviera el vaso vacío, ayudando a mi madre a servir el postre, consolando a Nico cuando se raspó la rodilla en el jardín, peinando el cabello rebelde de mi hija. La veo interactuando con Paulina como si la conociera de toda la vida, como si fuera lo más natural del mundo.

Y lo más sorprendente es que se sentía natural. Como si María y sus hijos siempre hubieran sido parte de nuestra familia, como si siempre hubieran pertenecido aquí.

Me levanto del sofá, incapaz de quedarme quieto con todos estos pensamientos dando vueltas en mi cabeza. Camino hacia la cocina, donde ahora todo está perfectamente bien limpio y acomodado, nada que ver con todo el desastre de ayer, lleno de comida y aroma de... hogar. Casi puedo escuchar la risa de mi madre mezclándose con la de María mientras cocinaban juntas.

<<Cabrón... te estás enamorando como un pinche adolescente>>

La realización me golpea como un rayo. Me apoyo en la encimera, tratando de procesar lo que acabo de admitir ante mí mismo. Yo, Rafael Córdoba, el eterno soltero, el que juró que nunca más se enamoraría después de lo de Mirna... estoy hasta las trancas por María. De una mujer que, honestamente, apenas conozco. Pero con eso ha sido suficiente para tenerme así.

Y lo peor, o lo mejor, es que no es solo María. Son sus hijos también. Es la forma en que Leo me mira con admiración cuando le enseño un nuevo estilo de nado. Es cómo Nico se ríe de mis chistes malos como si fueran lo más gracioso del mundo. Es la manera en que los tres interactúan con Paulina, haciéndola sentir como una hermana más.

Es una familia. Una familia que, sin darme cuenta, he empezado a desear como propia.

Subo las escaleras hacia mi habitación, cada paso resonando en el silencio de la casa. Al abrir la puerta, otro golpe de recuerdos me asalta. Esta vez, sin embargo, no es la ausencia lo que me impacta, sino la vívida memoria de lo que ocurrió aquí en mi cumpleaños.

Una sonrisa se dibuja en mi rostro, mezcla de nostalgia y deseo ardiente. Cierro los ojos y casi puedo verla: María, parada frente a mí, con esa mirada que me desarma por completo. Esa mirada que precedió al momento en que tomó el control de la situación, transformando mi cumpleaños en una celebración que jamás olvidaré.

Recuerdo cómo se movió, felina y segura, acorralándome en la pared, acercándose a mí con una gracia que me dejó sin aliento. La forma en que se agachó, sus ojos nunca dejando los míos, prometiendo placeres que ni en mis sueños más salvajes había imaginad que podía experimentar con ella.

Un escalofrío recorre mi espalda al rememorar sus caricias, la sensación de sus labios, la calidez de su piel contra la mía. Fue más que un encuentro físico; fue una conexión en un nivel que no había experimentado antes.

Abro los ojos, la habitación de repente demasiado vacía, demasiado fría sin su presencia. El deseo se mezcla con una añoranza que va más allá de lo físico. No es solo su cuerpo lo que extraño, sino su risa, su voz, la forma en que llena cada espacio con su energía.

<<Rafa... Rafa... Rafa estás jodido>>

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