55 Interrogatorio maternal

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María

El tintineo de los platos y el murmullo de las voces llenan la cocina mientras recogemos después de la comida. Mi mamá, la señora Alondra, me lanza esas miradas que conozco demasiado bien. Son las mismas que me han puesto nerviosa desde la adolescencia, esas que gritan "tenemos que hablar" sin necesidad de palabras.

Mientras lavo los trastes, siento su presencia a mi lado. Siempre me ha parecido suave, pero condenadamente pesada en este tipo de situaciones. Reconozco esa energía al instante. Mi cuerpo lo registró en su memoria como "ya nos cargó el payaso", la misma sensación que precedía a un regaño monumental. Era escalofriante escuchar las palabras: "Tenemos una plática pendiente". ¡No mames! Sudaba frío al instante. Tal y como ahora.

<<María... tienes 37, ya no 15, ¡no jodas!... ¡Madura!>>

—Claro, ma —respondo, tratando de sonar casual, aunque mi voz me traiciona con un ligero temblor.

De repente, como si de un complot se tratara, nos quedamos solas en la cocina. El silencio se extiende y se hace insoportablemente denso. Sé que mi mamá me acecha y no puedo hacer nada al respecto. Ni pedo. Toca aguantar vara.

<<Aquí vamos>>, pienso, respirando hondo.

Sé que está buscando las palabras adecuadas, y yo estoy contando los segundos hasta que suelte la bomba.

—Entonces... —comienza finalmente, su voz suave pero cargada de intención— esa camioneta tan bonita...

Siento cómo se me tensa la espalda. Aquí viene.

—¿Sí? —respondo, fingiendo una inocencia que no engaña a nadie, menos a ella.

—Es del hombre del que me hablaste por teléfono, ¿verdad? —Su voz es suave, pero puedo sentir la intensidad de su mirada taladrándome.

Suspiro. No tiene caso mentir o evadir.

—Sí, mamá. Se llama Rafael.

Espero su reacción, preparándome para lo peor. Para mi sorpresa, mi madre sonríe.

—¿A qué se dedica? —pregunta, y supongo que ya lo sabe, gracias a la chismosa de Ana. Deliberadamente omití ese detalle en mis llamadas telefónicas con ella.

—Es el entrenador de natación de los niños —respondo como en automático, sintiendo cómo las palabras salen de mi boca antes de que pueda filtrarlas.

Mi mamá se queda callada un momento, su mirada perdida en algún punto indefinido, como si estuviera procesando cada palabra que le he soltado.

—Naaa —chasquea la lengua—. El sueldo de un entrenador no da para esa troca. —Hace una pausa dramática—. ¿A qué más se dedica?

Se me escapa una risa tonta, imaginándome las mil y una cosas que se le puedan estar ocurriendo a mi mamá en este instante.

—Si lo que estás pensando es que es narco, descártalo. Pero sí tiene negocios en bienes raíces.

—Eso sí te lo creo más. —Yo suspiro aliviada. Ella continúa con voz tranquila—. ¿Y cuánto tiempo llevan juntos?

Otra vez, a retener el aire. A este paso me voy a infartar.

—Unos meses —respondo en automático. Hasta parezco un puto robot.

—¿Y por unos meses ya te ha dado un anillo? —No sé qué me pone más nerviosa, si su tono de voz relajado o las preguntas que me avienta una tras otra sin piedad.

—No es un anillo de compromiso. Es un anillo que me dio para formalizar nuestro noviazgo, después de que conocí a su familia.

—Me queda claro que él conoce perfecto a los niños, pero... ¿su familia? ¿Los conocieron también?

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