Capítulo 50-Anneliese

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El aire en la sala del laboratorio era denso, cargado de una sensación de energía reprimida. A pesar de la aparente calma, algo en el ambiente no me dejaba en paz. La tenue luz que colgaba de las paredes proyectaba sombras fantasmagóricas sobre los aparatos esparcidos por las mesas. No había nadie del Instituto Rotwell, pero los fantasmas atrapados en los matraces, visibles como destellos de luz, se retorcían silenciosamente, dando a entender la angustia de sus aprisionados dueños.

Primero, las buenas noticias. Nuestra llegada no causó ningún grito, sobresalto o ataque. Habíamos entrado sin ser detectados y, de momento, la estancia estaba vacía de personal humano. Pero los horrores que llenaban aquel laboratorio eran otra cosa. A cada paso que daba, sentía la presión psíquica de los artefactos que habían sido cosechados de las almas de los muertos. Los fantasmas atrapados en esos objetos parecían retorcerse, deformados por el cristal y el metal que los contenía.

Las mesas de metal se extendían por toda la longitud de la habitación, llenas de instrumentos y equipos científicos que chisporroteaban y zumbaban, como si estuvieran a punto de estallar. El espectáculo de luces psíquicas que irradiaban los artefactos era inquietante: tonos azules, verdes y amarillos se reflejaban en las paredes, bañando la estancia con un resplandor frío. Cada uno de los frascos y recipientes contenía restos humanos y objetos de batalla: mandíbulas, fémures, cascos corroídos... reliquias que alguna vez pertenecieron a los guerreros que habían luchado y muerto en ese mismo campo. Y los fantasmas que se aferraban a esos orígenes... sus rostros distorsionados giraban y se contorsionaban, sin emitir sonido alguno, pero transmitiendo una agonía palpable.

—Mirad todo esto... —dijo Kipps, con una mezcla de asombro y repulsión.

George silbó, impresionado.

—Parece mi dormitorio —bromeó, aunque su tono tenía una pizca de verdad. Sus ojos recorrían el laboratorio, tomando nota de los experimentos.

Tony observó uno de los matraces, donde un plasma violeta hervía y burbujeaba bajo una llama constante.

—¿Sabes qué están haciendo aquí? —preguntó, dirigiéndose a George.

George se inclinó sobre una de las mesas y observó los instrumentos.

—Investigación del ectoplasma, principalmente —respondió—. Están comprobando cómo reacciona a estímulos externos, como el calor o el frío. Fijaos en este —señaló un matraz redondo—. Este lo han guardado al vacío. Mirad cómo se difumina el plasma dentro. Y están intentando galvanizar el espíritu con descargas eléctricas. —Sacudió la cabeza—. Intenté algo parecido con el craneo hace más de un año, y os puedo decir que no funciona. Solo lo hizo enfadar.

Yo había estado buscando algo. Desde que entramos, mi atención se había centrado en la calavera. Había esperado, incluso deseado, escuchar la voz de Skully, pero no había habido nada. Solo silencio. Mis ojos se detuvieron en una centrífuga que giraba lentamente, atrapando a un fantasma en un ciclo eterno. El alma atrapada giraba y giraba, sin poder detenerse. La escena era desoladora.

—Esto no está bien —murmuré, con el corazón encogido—. Es... un error.

George me miró, arqueando una ceja.

—Ann, llevo años haciendo este tipo de cosas. Estudiamos a los fantasmas para intentar comprenderlos mejor, para controlar el Problema.

Le devolví la mirada, firme en mi convicción.

—Me reafirmo —insistí, con un tono más fuerte—. Esto está mal.

Tony, que hasta ese momento había estado observando los experimentos con detenimiento, intervino. Sabía que no tenía la misma relación con los fantasmas que yo, pero intentó ser razonable.

Secretos del UmbralDonde viven las historias. Descúbrelo ahora