Permet-vous?

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Un disparo inundó la barricada. Los revolucionarios contemplaron con cierta impotencia cómo el cuerpo sin vida de su camarada Jehan Prouvaire caía sin vida a las losetas, manchándolas de sangre. Enjolras estaba en un lateral de la barricada, con un nudo en la garganta. Aquella calma le atormentaba cada fibra de su ser. Tenía la impresión de que los guardias estaban esperando algún momento de debilidad para atacar, acechantes. Miró a sus compañeros, los cuales se habían sentado en el suelo, derrotados y cubiertos de pólvora.

Escuchó un chisteo a un lado. Un joven de apenas quince años se había acercado a él corriendo, jadeando.

-Monsieur Enjolras...-dijo tras coger aire. El líder frunció el ceño, observando las marcas de sangre y polvo que se adherían a la piel y a la ropa del muchacho-Las demás barricadas han caído... sois... sois los últimos.

Aquella noticia hizo que un sabor agrio se instalara en la garganta del joven líder. Apretó la mandíbula y asintió despacio. El mensajero volvió a desaparecer por entre las sombras. Sus sospechas eran confirmadas. El rey seguramente había mandado todas sus tropas contra ellos. No iban a vencer por más que quisieran. Le dio la espalda a sus compatriotas mientras notaba cómo las manos le temblaban y una lágrima caía de sus ojos fríos. Pensó en su padre, en sus compañeros y en ella. Todos habían puesto sus esperanzas en este proyecto suicida. Y ahora, dicha esperanza iba a ser arrebatada de un disparo. No podía permitir dejar a familias rotas a causa de aquella locura. Si era necesario, él mismo lucharía solo en contra de todas las tropas, con tal de salvar las vidas de sus amigos.

Se secó la lágrima con el dorso de su chaleco. Respiró hondo y fue junto a los demás.

-Tengo una mala noticia...-dijo con voz grave, llamando la atención de todos, incluso de los que estaban dentro del Musain-Somos la última barricada que queda... Seguramente, mañana no veamos más la luz del sol. Por eso, todos aquellos que tengan familia, hijos, esposa, amante... pueden retirarse. Habéis luchado valerosamente por la libertad de Francia... pero ahora, quedarse es un suicidio.

El silencio los envolvió a todos. Se miraban unos a otros, esperando a que alguien hablara primero.

-Yo tengo una familia que alimentar, Enjolras...-dijo de repente alguien, un hombre mayor-Lo siento...

-No te preocupes.-Enjolras se sintió en parte aliviado al ver que al menos salvaría un alma de la muerte-Deja tu fusil en el café y ve con ellos. Y al resto le digo lo mismo-miró a los demás antes de girarse y volver a su puesto, sintiendo la derrota pesar sobre sus hombros. Se sentó en una vieja silla que formaba parte de la barricada, mirando el final de la plaza. Su mente volvió a divagar en su pasado. Su padre había sido asesinado a sangre fría por los afines a la monarquía, todo por llevar la verdad delante y no dejarse atrapar por la corrupción y la injusticia. No quería acabar como él. Quería luchar hasta su último aliento. Denise... ella había perdido a su padre en la Barricada del Norte. Podía ver su rostro radiante ante sus ojos. Eso le dio una sensación de alivio. Si iba a morir en aquella barricada, al menos tenía la esperanza de verla en la otra vida, cumpliéndose así la promesa que habían hecho antes de separarse. Esos pensamientos hicieron que el miedo y la desolación fueran apagados por el deseo de luchar más aún. No tenía miedo a la muerte. Iba a mirarla a los ojos y a entregarse a ella. Como iguales, iban a marcharse juntos, sin mirar atrás, dejando el mundo de los vivos.

Estaba preparado.

-Enjolras...-escuchó una voz a sus espaldas. Miró a Combeferre, el cual se había acercado a él. En sus manos llevaba una botella de vino.

-Ferre...-susurró el joven, haciéndole hueco en su puesto.

Se mantuvieron en silencio, mientras notaban el sabor agrio del vino en sus bocas.

Hija de los Muelles ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora