La casa de los Solace era como un mundo aparte. Empezando desde su aspecto externo, siendo única casa al estilo colonial del sector, con paredes pulcramente blancas, tejas rojas y pilares de mármol travertino. Habían faroles en cada esquina del jardín y en el centro una fuente griega iluminada en la que figuraba algún dios Nico desconocía.—Es Apolo —le aclaró Will cuando se la quedó mirando—. Papá es un aficionado.
—¿Del paisajismo o de los dioses griegos?
Will lo pensó un poco.
—¿Ambas?
—A mi padre le sucede algo parecido con Hades.
—¿El dios del Inframundo?
Nico asintió.
—Cool.
«Es por eso que nuestro jardín está muerto» pensó Nico para sí.
Por dentro, la casa era todavía más inquietante. En el zaguán había una alfombra que decía «Deposite su calzado aquí ⇨». Nico siguió la dirección de la flechita con los ojos, notando que desembocaba en una especie de baúl al estilo cofre pirata, donde todos los demás colocaron sus zapatos.
Tuvo que hacerlo también. Mientras tanto, la señora Solace le retiró su vieja chaqueta de aviador, una que conservaba desde niño y recién parecía ajustarse a su talla real, para colgarla en el perchero. Cuando rozó su piel, Nico se estremeció violentamente.
—¿Te asusté?
—No. Es solo que no estoy acostumbrado al contacto físico.
La señora Solace abrió la boca para preguntar, pero pareció pensarlo mejor y se mantuvo callada. Nico se lo agradeció en silencio. Siempre le hacía sentir incómodo la idea de que otras familias que compartían abrazos y besos le armaran drama porque en la suya no sucedía.
Ella le ofreció una cálida sonrisa y lo guió hasta el comedor, donde había una mesa rectangular de madera maciza de teca con doce puestos por debajo de un candelabro araña con cristales colgantes en forma de lágrimas, el cual era más modesto que lo que su descripción inspira.
A Nico le rugió la tripa. Olía delicioso, como a...
Un carraspeo llamó su atención, haciéndolo parpadear. El señor Solace estaba estirando hacia él una canasta de mimbre cuyo interior se hallaba forrado con una manta a cuadros rojos y blancos. Parecía salida del cuento de Caperucita Roja.
—Está estrictamente prohibido llevar teléfonos celulares en la mesa —comunicó.
Nico cerró los dedos entorno a su teléfono, aferrándolo instintivamente contra su pecho.
—¿Y si mi padre llama?
—Entonces podrás venir hasta aquí y contestar.
Los ojos de Nico se desviaron más allá del hombre, hacia cómo entre Will y sus hermanas colocaban la mesa como un equipo perfecto. Una con los individuales, otra con las servilletas y los cubiertos, otra con los vasos y Will con los platos servidos. Su estómago rugió más. Demonios, sí era spaghetti. Llegó a la rápida conclusión de que no tenía de otra.
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Es curiosa la manera en que juegan los azares del destino. Dos personas peculiares entre los demás y afines entre sí pueden convivir en un mismo espacio por una hora cada semana y ser ignorantes de la existencia del otro. Hasta que existe una ruptur...