El autobús traqueteaba y olía a aceite. La transmisión de la radio se ahogaba en el bullicio general de los estudiantes, que ocupaban el total de asientos disponibles, satisfaciendo el número límite de pasajeros establecido en la pegatina de la ventana más cercana a la cabina del conductor.Allí dentro, Will se sentía como un cocodrilo en la cima de un nevado. Toda su vida sus padres lo habituaron al transporte familiar, llevándolo y trayéndolo donde tuviese que ir en autos propios que olían a hogar, donde podía elegir qué música escuchar, y que recorrían las calles con tal suavidad que ni se percibía el movimiento.
Aunque ir en autobús también tenía sus ventajas. Cualquiera podría husmear en los asuntos de otro sin problemas, con tal de mantener la prudencia en el proceso y solo involucrar los sentidos de la vista y el oído. La ruta escolar permitía apreciar más sectores de la ciudad que un simple recorrido casa-escuela. Los asientos eran dobles, las ventanas amplias. Y lo más importante: Nico estaba a su lado.
Habían tantas cosas que Will podía ver pero solo tenía interés en una.
Nico iba con la cabeza apoyada en la ventana y sus párpados se rozaban entre sí mientras su rostro reflejaba el deleite que sentía hacia la música que le proporcionaban sus audífonos. Inconscientemente, movía la pierna para seguir el ritmo. Will quería tocarlo o iniciar una conversación, pero temía asustarlo, importunarlo, o peor aún, hacerlo enfadar. Así que se limitó a mirarlo, repasando con embeleso cada elemento que conformaba su perfil hasta sellar la imagen en su mente.
Nico abrió los ojos de golpe cuando el autobús se detuvo por quien-sabe-qué-vez con una sacudida. Podía presentir en qué momento del recorrido llegaba su parada sin necesidad de estar pendiente de ello. Era algo visceral que Will no entendía, y le pareció un talento útil.
Parpadeó y tuvo que simular que había estado mirando los canelones en su regazo, su corazón agitado bombeando con fuerza en sus oídos. La imagen del perfil de Nico lo siguió hasta después de que ambos se bajasen del autobús: labios redondeados, pómulos altos, mentón ligeramente prominente y una nariz que parecía una resbaladera por la cual fantaseó con deslizar su dedo, dando un toque en la punta respingada al final.
Nico giró hacia una de las casas por un camino de adoquines grises rodeado de hierba seca.
Will había visto la casa de Nico solo una vez y en la noche. En el día se veía distinta. Es más, palabra distinta no abastecía para describirlo. Las sombras de la noche se encargaban de arroparla de negro, destacando su silueta gótica como una reina entre las otras viviendas. Durante el día, la luz del sol desvelaba el descuido con que se manejaba, mas bien degradándola frente a los paramentos recién pintados y jardines verdes circundantes.
La cerradura de la puerta chirrió cuando Nico hizo girar su llave dentro de ella. Invitó a Will a pasar antes, imitando un anticuado gesto de cortesía. La quijada de Will se vino abajo.
—Lo sé —Nico le hizo el favor de regresarla a su lugar—, pensaste que también daría pena por dentro.
Ambos adolescentes se vieron en medio de un amplio vestíbulo ataviado de bustos, esculturas, pinturas, jarrones, cetros, sables, y acertadas maquetas de las invenciones más relevantes de la humanidad a lo largo de la historia, entre otras reliquias.
—Esto es increíble —murmuró Will, acercándose a una descomunal escultura de Hades—. Es como un museo de arte o una tienda de antigüedades.
Nico se recostó en la pared con los brazos cruzados sobre su pecho mientras su novio seguía pululando por las reliquias de su vestíbulo. Ciertamente, por fuera no se apreciaba cuán grande realmente era la vivienda. Tenía pinta de mansión fuera de época, con escaleras centrales que se bifurcaban en el segundo piso, barandillas de hierro bañadas en oro envejecido, un rosetón y vidrieras que dejaban entrar la luz del sol como reflectores, un techo cupular a cuatro metros de altura y un suelo baldosado con mármol negro. Will casi esperó encontrar el ropero que lo llevaría a Narnia.
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Es curiosa la manera en que juegan los azares del destino. Dos personas peculiares entre los demás y afines entre sí pueden convivir en un mismo espacio por una hora cada semana y ser ignorantes de la existencia del otro. Hasta que existe una ruptur...