Viernes 08/04/2016, Cementerio

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Will no supo por qué aceptó de buenas a primeras aquella petición, sobre todo viniendo de un desconocido, pero caramba que lo hizo. Lo hizo sin titubear. Recién mientras su madre lo conducía hacia el cementerio, escuchando y tarareando clásicos de los años 70 en lugar de hacerle conversa, se ponía a pensar en ello.

«Mi nombre es Johnny Collins, y estoy seguro de que el pequeño Di Angelo te contó al menos una vez sobre mí. ¿Me equivoco?»

El tal Johnny había conseguido, quién sabe cómo, el número del convencional de su casa. Había llamado la noche anterior, primero para excusarse por el comportamiento de Nico, segundo para explicarle el por qué de ese comportamiento y tercero para pedirle un pequeño favor al respecto. Favor que Will estaba en proceso de cumplir.

Su mamá detuvo el auto frente a el portalón principal del cementerio sin apagar el motor ni hacer preguntas. Cuando Will cerró la puerta de copiloto detrás de sí, ella bajó la ventana y se inclinó hacia él para decirle:

—Pídele prestado a tu amigo el celular cuando desees que vuelva por ti.

Will asintió e hizo un rápido ademán de despedida con los dedos.

—Ejm, ejm —carraspeó la señora—. ¿Dónde está mi beso?

Will mostró reticencia. Es decir: se encontraban en un lugar público, él ya tenía casi dieciséis, y quién sabía qué pensarían Nico y su familia cuando lo vieran aparecer con marcas de labial en las mejillas. Tenía sus razones. Sin embargo, su mamá levantó la barbilla en un gesto de obstinación e infló una de sus mejillas mientras la apuntaba con su dedo índice. Will suspiró y trató de hacerlo rápido. Pero la señora Solace lo atrapó con sus manos y llenó su cara de muchos más besos.

—¡Hey! ¡Eso es trampa! —exclamó Will mientras lograba liberarse.

—Cuídate ¿sí, campeón? —Ella le guiñó el ojo antes de emprender marcha—. Nos vemos luego.

Parecía comprender con tan solo mirarlo. Siempre era así.

Si Will necesitaba desahogarse, allí estaba ella para escucharlo. Si Will necesitaba estar solo, le daba un beso y lo dejaba en su privacidad. Si Will estaba muy estresado, se lo llevaba a su heladería favorita, donde entre ambos compartían un helado doble de pistacho y ron pasas.

Muchas veces, Will pensó que ella tenía superpoderes. Es más, cuando estaba en preescolar, se hizo la firme idea de que su mamá era una superheroína y que lo había mandado a la escuela para proteger su identidad secreta. Dentro de poco le había asegurado a todos sus compañeros de clase que su mamá era la Supermamá Suprema. ¡Incluso tenía un collar y algunas prendas que lo confirmaban! Solo después de los años comprendió que SMS no eran las iniciales de Supermamá Suprema (ni tampoco las de los mensajes de texto), sino las de su nombre y su apellido conyugal.

Samantha Martínez Solace.

Por ahí ella toda rubia, pálida y de ojos azules, tenía ascendencia latina. Cuando la gente escuchaba su apellido, no disimulaba su incredulidad y a veces soltaba comentarios xenófobos disfrazados o no de bromas. A Samantha eso no le importaba demasiado, le habían enseñado desde niña a no negar sus raíces y actualmente estaba orgullosa de su identidad.

Will aprendió la lección. Aquello se convirtió en una anécdota familia que en cada cena de Acción de Gracias lo hacía quedar en vergüenza.

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