Harold era uno de esos chicos que aparentemente tenían la vida resuelta. No destacaba demasiado en el campo académico, pero en el campo de juego era un dios. Estaba acostumbrado a conseguir lo que quería, ya sea a base de su propio esfuerzo o a cuesta del esfuerzo de otros. No le preocupaba el futuro a largo plazo, ni cosas tan insignificantes como la aceptación de los demás.Harold poseía a quien quería y abandonaba a quien ya no necesitaba. Tomaba decisiones en la marcha y actuaba sin contemplaciones. Estaba en su naturaleza imponerse, ser quien controlara las masas que lo rodearan. Era un lobo alfa y no aceptaría que nadie le arrebatara el cargo.
Cuando tuvo cuatro meses de nacido, sujetó entre sus minúsculos dedos su primer balón de fútbol americano. Nadie se lo pudo sacar de las manos en días. Participó en campeonatos interestatales desde los siete años. Ganó tantas medallas, diplomas y trofeos que ya casi no había espacio para más en el sótano. Pero sus padres siempre estuvieron demasiado ocupados peleándose entre ellos o con sus empleados en el trabajo como para retribuirlo como al niño le hubiera gustado.
Con el tiempo, aprendió a volverse independiente y aislarse por completo de sus padres. Hacía básicamente lo que se le diera la gana y ellos no tomaron medidas porque sus problemas matrimoniales se agravaron con los años. Harold se prometió internamente que jamás se casaría, ni se haría ningún compromiso con ninguna mujer. Era mil veces mejor tener sexo sin compromiso.
Llegó el día en que quedó al desnudo que su padre había engañado a su madre con otra mujer por años, más específicamente desde antes de que se casaran. Su madre exigió el divorcio y se marchó para nunca más volver. A Harold le fue indiferente. Hasta se sintió bien encontrar una razón alternativa para odiarla tanto como la odiaba.
La nueva mujer se instaló en su casa con sus dos hijos. Invadieron la privacidad de Harold, en especial la niñita. En una ocasión en que Harold estuvo a punto de ponerla en su lugar, su hermano se interpuso y dejó escapar un gas tan descarada e inesperadamente que eliminó toda la tensión.
Harold le tomó respeto. Ese tipo siempre le había agradado, no necesariamente como alguien a quien quisiera en su manada, pero sí como alguien con quien valdría la pena juntarse de vez en cuando y aprender.
Le gustaba aprender ciertas cosas, pequeñas y útiles, de otras personas que le parecieran dignas. Como este chico, por ejemplo, capaz de transformar una situación en segundos para salvar el pellejo de la estúpida de su hermana y sin acarrear un problema mayor ni represalias para él en el camino.
Para bien o para mal, esos dos no duraron mucho en su casa.
En realidad fue para mal, porque su señora madre sí se quedó para seguir haciendo porquerías con su padre.
Harold odiaba a su padre, lo odiaba tanto que no respondería ni ética ni racionalmente si le otorgaran la oportunidad de asesinarlo sin penalización. Lo asesinaría una y otra y otra vez. Era un odio tan puro y ardiente que el amor de Romeo y Julieta sería una birria a su lado. Aborrecía tener que vivir con él. No veía la oportunidad de irse a cualquier otro estado con una beca deportiva. En cuanto a la señora, Harold la llamaba puta cada vez que le dirigía la palabra. Hasta llegó a escribírselo con rotulador permanente en el espejo que antes le perteneció a su madre. En cierto modo era un mensaje para ambas.
Pero el odio de Harold Pane no terminaba allí.
Había otra persona que Harold odiaba.
Will Solace.
El perdedor más perdedor del instituto. El merecedor al premio imaginario por pringado número uno. El lameculos de los profesores en las clases, las cuales por desgracia compartían en mayoría. El llorón de papi y mami. En la manada, vendría a ser el lobo débil e inútil que nadie quiere cerca más que aquel o aquella que tiene un instinto maternal elevado. Harold no lo soportaba. Cada vez que escuchaba por A o B motivo parte de su incesante parloteo con los profesores, hervía por dentro.
Solía ignorarlo, pero eventualmente, solo necesitaría un pequeño impulso para precipitaste sobre él.
La suerte de encontrar su diario íntimo, quizá.
O, la suerte del diario íntimo mientras ocurría todo el asunto de su padre y su puta.
Tanto odio tenía que salir por algún lado, ¿no? Will Solace era ese desafortunado encargado de drenarlo todo, y de manera creativa.
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Es curiosa la manera en que juegan los azares del destino. Dos personas peculiares entre los demás y afines entre sí pueden convivir en un mismo espacio por una hora cada semana y ser ignorantes de la existencia del otro. Hasta que existe una ruptur...