Corta y sarcástica vida

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Le di otro sorbo al chocolate caliente y volví a poner mi mirada apuntando al horizonte. Era tan hermosa escena la que tenía ante mis ojos... Esos efímeros momentos en los que el sol torna el cielo de colores entre azul y anaranjado y pinta las nubes de color de rosa, a la vez que éste se esconde en el enorme horizonte que forma el mar infinito, el cual desprende algunos destellos por el choque de los últimos rayos del sol en el agua. Una armonía tan perfecta se crea en ese instante de realidad. Son esos momentos cuando mi mente y todo Yo guarda silencio y se queda mirando la escena hasta que se queda grabada en la mente, para poder recordarla para siempre, a la vez que mis oídos quedan cautivados por el único sonido de las olas chocando contra el acantilado que está bajo mis pies -O bajo mi casa, que se encuentra en ese mismo sitio- y alguna que otra gaviota que en ese momento pasa por allí.

La vida es tranquila en una casa apartada de la civilización, en un acantilado, cerca del mar. Cerré por un momento los ojos sin dejar de sostener la taza con el chocolate en su interior y recordé con cierto dolor oculto todo lo que por esa casa había pasado. Me recordé a mi misma en una madrugada lluviosa sentada en las escaleras del porche de la casa llorando porque la persona que más quería se había ido, llorando por recordar cosas que no quería mirando el mismo porche que la Yo del presente se encontraba mirando en ese momento.

Pero, la situación de la Yo del ahora era distinta. No estaba llorando, sino que sonreía levemente, en parte orgullosa de haber superado ese tiempo. Aunque en verdad la que ha calmado mi dolor del pasado ha sido la misma persona que me había hecho pasar como una pesadilla mental mientras le rogaba al universo el poder besarle aunque sea por una vez más. Pero prefería no pensar demasiado en ello, es un dolor que quería no volver a experimentar en la vida.

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El mar estaba en calma y el tiempo parecía como si se hubiera parado. El idílico atardecer seguía ahí, como si fueran a ser las 9 de la tarde por siempre y una ligera brisa se levantó, despeinándome levemente. Le di uno de los últimos sorbos al chocolate -Aunque pareciera que el tiempo estaba parado, el chocolate se termina igual- y volví a cerrar los ojos, envuelta en un aura de sosiego y serenidad completa.

Totalmente inmersa en un estado de descanso absoluto en mi alma, sentí los labios de alguien acariciando suavemente mi cuello y se me pusieron la piel de gallina a causa de la satisfacción por ese acto. La persona que me hizo eso salió de su escondite detrás de mí y se puso en frente mío. Nos miramos y el chico me sonrió tiernamente. Me quedé himnotizada en la belleza que veía en su sonrisa y sin poder evitarlo sonreí torpemente, consiguiendo como respuesta que el joven se acercara a mí y me besara suavemente. Un beso dulce, tierno, delicado, como si fuera lo más frágil del mundo. Dejó de besarme y me miró a los ojos aun sin separarse de mí. Yo le miré también ligeramente sonrojada y le acaricié el pelo. Ese pelo a lo emo, con su flequillo tapándole casi media cara. El pelo largo como dejado crecer con el tiempo.

Después de un rato mirándonos me sacó la lengua y yo lo hice igual, provocando que riera levemente. Esa risa que siempre se me acelerará ligeramente el corazón.

-Te amo.

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