Mayormente nublado.

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Una ráfaga de viento proveniente de la ventana hizo que me despertara. (¿Despertar?). Levanté lentamente mi cabeza del pupitre y miré al ventanal de mi izquierda aún con un aire perezoso. El viento frío de otoño movía mi pelo y enfriaba mi cara, provocando que se me secaran los ojos; a si que parpadeé un par de veces fuertemente para humedecerlos. Tras unos segundos que parecieron eternos, me decidí a cerrar la única ventana abierta sin moverme casi de mi silla. Mientras lo hacía pensé «¿Cómo es posible que sólo la ventana pegada a mí tenga que ser la única abierta?». Obviamente yo no la había abierto, no me gustan las habitaciones frías. Pensé en la posibilidad de que tal vez alguien hubiera venido y lo hubiera hecho, pero en tal caso la persona que hubiera venido tenía bastante mala leche como para abrir justo esa. Bien podría haber abierto la del final de la clase y así no me moría de una pulmonía.

Me removí en mi sudadera grisácea para que me diera algo de calor mientras la sala volvía a tomar temperatura y me entraron ganas de un abrazo. Fantaseé que viniera aquí alguien y que sentados en el suelo, apoyados en la pared, estuviésemos abrazados, compartiendo nuestro calor y finalmente nos quedáramos dormidos. Supongo que sólo eran fantasías que no ocurrirían nunca. (¿Fantasías?)

Una luz tenue entraba por las ventanas y daban a la habitación un ambiente de tranquilidad... mezclado con un cierto desasosiego. Ya sin viento que pueda molestarme a los ojos, miré de nuevo al cielo y vi las nubes oscuras en el cielo, alertando la tormenta. Inspiré por la nariz, en un intento de hacer creer a mi propio cerebro que estaba oliendo la hierba mojada... mi cerebro es bueno en eso y el recuerdo del leve olor a hierba cubierta de rocío vino a mis fosas nasales... artificialmente. 

Sin darme cuenta, había pasado bastante tiempo con la mirada perdida y la mente en blanco —Aún debía de estar un poco dormida.—. Como si el cuerpo me pesara, hice un esfuerzo en levantarme de la silla y me puse de rodillas en la mesa de madera. Tenía el cristal de la ventana a apenas unos centímetros de mí, pues la mesa estaba pegada a la pared del ventanal, y la abrí. Nada más abrirla vino de nuevo esa ola de aire frío que volvió a robar la calidez que había recobrado la sala y que volvió a mover mi pelo y que volvió a enfriar mi cara. Me acerqué a las vallas de "seguridad" que tapaban apenas la mitad de los 2 metros de la ventana, «¿Estaré sola?», y miré hacia abajo. Dos pisos eran los que me separaban de unas gradas que daban a un patio interior de suelo rojo, desgastado con el tiempo. No había nadie.

De repente, como una visión que duró apenas un segundo, me vi a mí misma empotrada en dichas gradas, donde su blanco brillante estaba ahora impuro, manchado de un rojo intenso que se iba expandiendo poco a poco; hasta podía verse cómo la vida iba abandonando el cuerpo de esa hipotética yo que sólo siendo parte de mi imaginación, provocó que me asustara y me aleje todo lo posible de la ventana, hasta que toqué la pared contraria con la espalda y con mis manos temblando, me senté en el suelo mientras me abrazaba las rodillas torpemente, horripilada por el miedo a hacer esa visión real y caer.

Y simplemente caí.

Yo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora