Miedo

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"Lo odio. Lo odio."

Despertó desorientado en una habitación donde paredes, suelo y techo eran de un tono completamente oscuro –Casi imposible era diferenciar si se tenían los ojos abiertos o cerrados, a excepción de que al verse uno sus propias manos se veían con total claridad—.

El chaval se levantó, seguido de un mareo agudo que le atacó al incorporarse de pie en ese lugar de tono negruzco. Era una incomodísima sensación la que acompañaba al chico. Una presión en el estómago le dificultaba respirar, sentía que oía voces a su alrededor, y aunque era consciente de que estaba solo, le hacían dudar de ello. Su corazón se aceleraba al ritmo que aumentaba una adrenalina que no hacía más que provocar sus ganas de salir corriendo lo más rápido y lo más lejos posible pero, ¿dónde acabaría si eso hacía? ¿Y de quién huía? Ni él mismo tenia una idea.

Era desconcertante la sensación de soledad y la sensación de sentirse perseguido que se mezclaba. Un aire de frío arropaba con dulzura acariciando al chico por su cuerpo y poniendo su piel de gallina, enfriando sus pensamientos oscurecidos como la habitación. 

Sentía como que perdía la cabeza, las voces cada vez eran más fuertes pero, como el tick tack de un reloj, pasan inadvertidos hasta que denotas que están ahí y no puedes dejar de escucharlos. Intentaba ser fuerte, intentaba no perder la compostura, un nudo ardiente se estaba formando en su garganta y le quemaba dolorosamente las entrañas, no sabía cuanto más lo soportaría. 

Cadenas con espinas empezaban a sentirse agarrando y clavándose fuertemente en los miembros del joven, en su pecho y en su cuello, aunque en verdad no estaban ahí.

Sus lágrimas calientes empezaban a caer por sus mejillas, quemándolas dolorosamente, pero que de alguna manera se sentía bien.

Calor ardiente en su piel, frío helado en su corazón, avalanchas de sentimientos y sensaciones contrarias apedreaban al chico por todo su cuerpo, le llenaban de magulladuras y golpes que por alguna razón no dolían como parecía.

Como una última petición antes de quedarse sin fuerzas y rendirse pedía (rogaba) una salvación, como ese ápice de deseos de vivir que florecen incluso en las almas más suicidas momentos antes de perecer, pedía a alguien o algo que de alguna manera milagrosa le sacara de esa tortura, una tortura que no parecía que fuese a parar nunca. Y gritaba, gritaba como más podía, soltaba todo lo que podía, aunque eso pudiera quitarle las pocas energías que le quedaban, simplemente esperaba que, si iba a ser salvado, que simplemente sucediera cuando fuere.

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Devastado se dejaba caer. Caían mechones de su cabello oscuro en dirección al suelo, ensombreciendo su cara. Su respiración era débil, no encontraba fuerzas ni para soltar una lágrima más. Contaba los segundos del reloj, los últimos segundos del reloj, esperaba a que se parase el reloj. La gota carmesí de una de sus heridas se precipitaba contra el suelo tizón y salpicaba a su alrededor, quedando como el único sonido de esa habitación deshabitada.

La mirada baja de una cabeza sin fuerzas para ser levantada... sería difícil ya pensar que sucedería que la luz tenue había aparecido ante su cara y con la punta de sus dedos levantaba la cabeza del chico derrotado por una tortura que en verdad no estaba ahí.

Y se iluminó.

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