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1: Tu dios



Mikaela estaba boquiabierto ante la horrenda escena.

Una extraña entidad había proferido un gigantesco hueco sobre las rosas, marchitándolas al instante. La tierra, pétalos y hojas volaban por los aires, descendiendo lentamente.

Él se encaminó sigilosamente y se quedó perplejo al ver a un descalzo muchacho que se encontraba inconsciente. El sujeto vestía una túnica blanca que fue ensuciada por el barro, una pechera de oro con zafiros incrustados, alhajas del mismo material al igual que su brillante cinturón y tobillera.

—¿Hola? —se aproximó, andando cautelosamente por el borde del agujero.

El acólito poseía una expresión calmada, pero muy dentro de sí, deseaba jalarse de las mechas porque él sabía que parte de todo esto era su culpa. Desde la destrucción de la rosaleda hasta el cuerpo de un chico que andaba semi-desnudo.

¿Qué clase de manuscrito había tomado de la vieja biblioteca del presbítero? ¿Por qué ocurrió esto justo antes de que iniciase la misa? ¿Qué diantres le iba a decir a todos los creyentes que vieran este caos?

¡Cálmate! Todo saldrá bien, todo saldrá muy bien, se dijo así mismo, tratando de convencerse de su mentira. Sin embargo, era imposible. Él cayó de rodillas, sacudiendo su cabeza de intranquilidad al darse por vencido. ¡Nada va a salir bien! ¿Cómo voy a cubrir este hoyo si la ceremonia ya va a comenzar? ¿Qué hago con él? ¿Estará muerto?

Una de sus preguntas fue respondidas al percatarse que el pelinegro seguía respirando.

Ligeramente aliviado, él se sujetó de la creciente hierba, deslizando sus pies por el lodo para llegar a éste. Desafortunadamente, el peso hizo que el césped se desprenda y el acólito caiga sobre el pecho de la deidad. Sin perder más tiempo, Mikaela lo agarró por los brazos, arrastrándolo con dificultad a la superficie. Le tomó muchos intentos lograr sacarlo de ahí, pues a cada momento rodaban cuesta abajo, enmugreciendo ambos trajes de pies a cabeza.

—¡Maldito hijo de Satanás y maldita la hora en que llegaste! —rugió de cólera contenida.

Asustado por su vulgar comentario, se cubrió la boca y se persignó para continuar trasladándolo al cuarto más cercano sin remordimiento alguno.

¡Lo dejé aquí mismo hace una hora! ¿Dónde está? ¿Me acusará? ¡No puedo irme con la policía! ¡No hasta que sea un sacerdote! Y si él me lo impedirá, tendré que matarlo...

Él esbozó una perversa sonrisa, frotándose las manos como una malévola mosca, maquinando ideas de cómo deshacerse de ese hombre para que no lo apartase de su sueño, convertirse en un sacerdote. ¿Debería usar un arma de fuego? ¿Apuñalarlo con un cuchillo? ¿Golpearlo con un destornillador? Había tantas opciones para cometer depravado crimen y limpiarse las manos, confesándose.

—¿Mikaela? 

Una cálida voz hizo que vuelva a la normalidad, sonriendo como el buen católico que era. El padre Kimizuki se dirigió hasta su aprendiz, le acarició la cabeza como usualmente lo hacía desde que era un crío y le invitó unos bocaditos.

—Las señoras me trajeron unos cuantos rollos de canela. Supuse que podría compartirlos contigo.

—¡Gracias, padre! —replicó inocentemente, cogiendo un buen número de estos, dejando caer uno de casualidad. El dulce rodó unos metros más allá, perdiéndose cerca de un viejo sofá—. Lo siento, no fue mi intención.

—No te preocupes —contestó el anciano y le entregó toda la caja, dirigiéndose a la puerta con prontitud—. En fin, tengo prepararme para las confesiones. ¡Qué tengas una bonita mañana, Mikaela!

El padre se retiró y el rubio se dispuso a recoger el rollo de canela antes de que atraiga hormigas. Para sorpresa suya, ya no estaba. Arrimó el sillón con todas sus fuerzas y tampoco estaba debajo de éste.

¿A dónde habrá ido a parar?

Giró sobre su sitio, y se quedó desconcertado al ver a ese excéntrico personaje, atragantándose con los pasteles restantes. Toda su cara estaba llena de azúcar, pero pudo ver su rostro con más claridad. A comparación de la primera vez que lo vio, él se había peinado esa larga cabellera y sus ojos brillaban de picardía. Lo que le llamó la atención fueron sus hermosos orbes verdes que carecían de pupilas.

—Quiero más —demandó, empujándole la caja. El dios pasó saliva y sacudió el pedazo de cartón, haciendo que los ojos del católico se posen en éste—. ¿Estás sordo o qué? Quiero más de estos.

—No tengo más —sentenció Mikaela, pasmado ante el suceso. El sujeto arrugó la nariz, disconforme por la respuesta dada y aplastó el contenido con ambas manos—. ¿Quién eres?

—Muy buena pregunta, humano —replicó con astucia, jugueteando con su cinturón de oro—. Creo que me quedaré más tiempo en la Tierra. Después de todo, nunca imagine que hubiese cosas tan deliciosas como estas —agregó al lamerse los dedos—. Mi nombre es Yuichiro, soy el dios de Neptuno. Sírveme y dime dónde hay más de estas maravillas.

—¡El único dios al que sirvo es a Jesucristo!

Yuichiro torció una mueca y antes de que Mikaela pudiese protestar, otro chasquido hizo que ambos se eleven por los cielos.

—Tu único dios ahora, soy yo.

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*Acólito: Monaguillo, ayudante del diácono o sacerdote.

¡Mi dios es un ladrón de dulces!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora