Entre Vendajes y Quimioterapia

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Este capítulo está especialmente dedicado a todas las personas que han sufrido esta enfermedad, de manera directa o indirectamente. Pero especialmente a mi mamá.

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La doctora Seone seguía mi evolución muy de cerca, y había cumplido con su promesa de darme al menos una semana en casa para pasar con mis hijos y esposo, además de poder hacer todos los trámites necesarios para poder seguir gozando de, al menos, un sueldo mínimo.

Mi seguro de vida también había colaborado bastante al adelantarme la mitad del dinero asegurado por enfermedad de largo tratamiento, además que los compañeros de unidad de mi esposo y todo el ejército realizaba mensualmente colectas y rifas para ayudar a Kentin con los gastos para mi cirugía.

Mis hijos también hacían lo suyo, los salesianos organizaron un festival solidario cuando se preocuparon al ver que las notas de mis hijos habían bajado abruptamente; cuando Liam, Catrina y Dante comentaron lo que me andaba pasando no perdieron más tiempo y empezaron a reunir dinero.

Sin embargo, a pesar de estar rodeada de tanto amor y contención, me sentía terriblemente pequeña y sola, pues eran las sesiones de quimioterapia y mi regreso a mi dormitorio los momentos en dónde necesitaba de mi familia.

La primera vez que me acomodé en el sillón junto a esa bolsa de líquido amarillo que colgaba como suero, no pude evitar morderme el labio y dejar ir unas lágrimas. Estaba aterrada, y lo peor era que, sin importar la cantidad de hombres y mujeres que estaban en la misma situación que yo, y los enfermeros que iban y venían de un lado al otro, me encontraba absolutamente sola.

Aquella sala no tenía nada de aterradora, era espaciosa y bien iluminada, los sillones estaban separados entre sí por cortinas coloridas y alegres, también había bonitas plantas y cuadros; una estantería repleta de libros y hasta un televisor, pero al ver a todas aquellas personas, la gran mayoría con la inevitable mirada del paciente canceroso y sin cabello, el pánico se apoderó de mí.

Un enfermero se acercó e intentó tranquilizarme.

-Hola, Annie. Me llamo Rod, y voy a ser tu enfermero -dijo, tenía bonitos ojos marrones, una barba de tres días que lo hacía lucir rebelde y unos graciosos rizos que se pegaban a su cabeza, aunque seguramente un tucán se moriría de envidia al ver su nariz-. Es tu primera sesión de quimioterapia, ¿no es así?

-Sí -susurré.

-Bueno, no tengas miedo. Es sólo un líquido que entra por tus venas y te ayudará a frenar el cáncer -dijo mientras colgaba en el trípode varios sueros envueltos en papel plateado, había contado como cinco en total, ¿todo eso era mi quimio?

-Deja de mentirle, Rod. Bien sabemos que no hay cura para lo que tenemos -dijo la voz de una mujer del otro lado de la cortina. Una mujer se acercó trayendo consigo su trípode; sin cabello, ni pestañas o cejas, jamás en mi vida me había sentido tan intimidada con una mirada, pues en sus ojos no había ni rastros de bondad ni esperanza. Parecían ser demasiado grandes para su rostro, el cual estaba desprovisto de toda ternura, en cambio parecía que sus facciones habían sido talladas en piedra.

Corazón de Melón con Fresa (libro #4)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora