La flor desahuciadaHabía vuelto la lluvia. No como siempre, no abundante y momentánea, empapando el distrito 12 como se empapa un pie al pisar un charco. No, había vuelto distinta. Aletargada, copiosa, con diminutas gotas que al caer mojaban más que cualquier potente chorro. Y cuando me mojaba, me preguntaba si es que el cielo estaba llorando por Panem, y por el mundo.
Hacía pocos días que me miré al espejo. Es algo que hacía mucho tiempo que no ocurría. Mi pelo rubio había oscurecido, o esa impresión es la que tuve. Mantenía sus retales dorados, y mis ojos seguían siendo grandes y claros, de un azul parecido al del agua del lago del bosque en días soleados. Mis ojos azules no se parecen en nada al color del cielo.
Hacía mucho tiempo que muchas cosas no ocurrían. No solo recordaba vagamente mi aspecto físico, sino que hacía demasiados días que Katniss no me miraba.
Lamento decir que es en mis pesadillas donde más nítidamente la veía observarme. Mi recuperación nunca se iba a completar. El antiguo Capitolio se encargó de borrar para el resto de mi vida tanto mi inocencia y juventud como mis ganas de vivir. Tenía solamente diecinueve años y una dolorosa vida por delante gracias a ellos y a sus torturas inhumanas hacia mi persona, pero a pesar de ello al acabar la guerra habían decidido liberarme y permitirme volver a casa. Aunque esto era algo que tampoco podría hacer, porque mi hogar ya no existía, ni sabía si encontraría las fuerzas para construir uno nuevo sobre las cenizas de mi familia, de mis padres, de mis hermanos, de mi infancia y adolescencia. Por supuesto el Capitolio no pensaba tomar responsabilidad con aquellas personas a las que había arruinado. Ellas, como yo, estaban abandonadas a su suerte, y la inmensa mayoría enloquecería en las calles sin tener adónde ir. A veces me sentía demasiado débil para saber responder si yo era o no una de ellas.
Porque hacía tres días que había vuelto a casa, y llevaba tres días lloviendo. El aire olía a quemado y había poco ruido. En mi casa de la Aldea de los vencedores podía asomarme a la ventana y las casitas de dos plantas con jardín, los árboles, los senderos con flores, hubieran permitido a cualquiera que los viese creer que nada había sucedido, que vivíamos en un lugar feliz. Pero más allá de las vallas blancas, el Distrito 12 estaba absolutamente desolado. Las gentes habían empezado a enterrar a sus muertos, o al menos a lo que quedaba de ellos, pero muchos ni siquiera habían encontrado restos a los que velar. Yo no había encontrado ni a mi padre, ni a mi madre, ni a ninguno de mis dos hermanos, así como solo una de mis antiguas amigas seguía viva, y esa era Delly Cartwright.
A mi desdicha y dolor me había resignado, pero aquel era un día especialmente funesto. Aquel era el día en que por fin los restos de Primrose Everdeen encontrarían descanso terreno y eterno.