Amarillo

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-Eres guapísima.

Compuso esa leve sonrisa escéptica sin dejar de mirarme.

-Eso lo dices porque no ves cómo eres tú - Dijo, con la cabeza ligeramente hacia atrás en la cama.

-¿No? ¿Cómo soy?

-Increíble. Estás así, con el pelo rubio despeinado y… Un poco más de largo de lo normal en ti, creo. Y las mejillas rojas. En serio, eres increíble.

-Pues no voy a dejar de pensar que eres guapísima - Me eché sobre ella suavemente y nos besamos. Tampoco parecía querer convencerme de lo contrario. El tacto de sus manos sobre mi espalda desnuda era algo tan simple pero de una sensibilidad tan grande. Sentir nuestros cuerpos el uno contra el otro había sido celestial desde la primera vez que nos abrazamos, allá en los tiempos de los primeros Juegos.

-¿Me vas a querer siempre?

-Te voy a querer incluso cuando seamos unos viejecitos arrugados que apenas puedan moverse.

-¿Y cuando seas solo huesos enterrados?

-Cuando sea polvo y me haya mezclado con la tierra, estaré pensando en que te quiero.

Y otra vez la poesía de su risa bajo mi cara.

Hacía ya varias semanas que me había marchado a la universidad. Effie y Haymitch se habían casado el fin de semana en que yo volvía del Capitolio por segunda vez. Para entonces, mi vida había cambiado radicalmente.

La vida universitaria, la vida en el Capitolio, era de un ritmo acelerado y abrumador. Por primera vez no me levantaba temprano para ir a amasar pan o a la fría escuela del 12, sino para acudir a clases de lo que verdaderamente me gustaba, el arte, pintar. El edificio estaba cerca de la residencia y yo aún no había hecho muchas amistades, aunque obviamente todos me conocían. Nunca dejaría de ser Peeta Mellark, el tributo, el vencedor, el enamorado. Nada de volver a ser solamente Peeta Mellark, un chico desconocido que vivía para sobrevivir.

Mis clases duraban hasta el mediodía y después tenía un descanso para comer. La comida se podía hacer tanto en la residencia como en el edificio de clases, pero en ambos lugares era igual de ostentosa. Nadie habría dicho que el Capitolio también había pasado por la guerra. Bandejas de carnes y pescados de todo tipo, salsas y especias por doquier, bandejas de dulces y tartas de todos los colores, formas y sabores. Y hasta el momento, yo solo había probado dos tipos de sopa, carne de ternera con guisantes, patatas asadas y tarta de chocolate. Por las tardes, la mayoría de alumnos teníamos clases libres, que duraban una o dos horas como mucho. Yo me había inscrito en Música. El resto del tiempo lo teníamos libre, incluido todos los fines de semana, en los que por supuesto yo aprovechaba para hacer la maleta, con tanto nerviosismo que normalmente dejaba objetos importantes atrás, y viajar al 12 para ver a Katniss. Puedo decir que también iba a revisar la panadería y a ver a Haymitch y a Effie, que por cierto desde que se habían casado era complicado verles, pero sinceramente en aquellos viajes de vuelta en tren yo solo pensaba "Katniss, Katniss, Katniss". Y cuando el tren paraba por fin en la estación, ella me esperaba en el andén. Corría a abrazarla olvidando hasta la maleta, que ella me recordaba apartándose de mis besos hasta que yo rectificaba en mi descuido, y nos íbamos juntos a casa. Esos eran sin duda mis momentos favoritos. Volver a verla, semana tras semana, solo siete días que a mí me parecían siete años. 

Y así habíamos llegado a aquel momento. Porque aquel viernes por la noche había sido diferente.

-Estoy pensando algo…

-¿Qué piensas? - Le dije yo, mientras abría la puerta de su casa y encendía la luz, abrazándola por detrás. Estaba ansioso por reanudar nuestras largas horas de arrumacos y besos.

-Pues pienso que estaría bien pintar la casa. De un color alegre. Amarillo, como las prímulas del jardín. Un amarillo fuerte, o un verde intenso - Entramos dentro y solté la maleta, disponiéndome a besarla. Ella se dejó, como siempre.

-Amarillo me parece muy bonito - Le dije.

-Pues amarillo será.

Caminé con ella hacia las escaleras y la cogí en brazos para subir. Le encantó ese gesto de espontaneidad, ella sabría si fue por la ternura o por ahorrarse subir las escaleras con sus propias - y preciosas - piernas.

La llevé hasta su dormitorio y allí dejé que se pusiera de pie. A ninguno se le ocurrió encender la luz. Yo distinguía su cara de todos modos. Y entonces ella se quitó el abrigo y lo dejó caer al suelo, justo antes de lanzarse a mi cuello y, desabrochándome la camisa de botón en botón, comenzó a reinventar mi boca a besos.

PrimulasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora