Finnick sostenía a Willow entre sus brazos, sentado cerca de su madre, justo cuando ella empezó a intentar abrir los ojos por primera vez.
-Le molesta demasiado la luz - Dijo él, que a sus ocho años estaba fascinado con nuestra pequeñita -. Pero creo que son azules.
Aquella frase hizo reaccionar a Katniss, que después de más de medio día durmiendo, se encontraba silenciosa y somnolienta en la cama del hospital, mirando hacia la niña con los ojos entrecerrados, pero sonriendo.
-Como Peeta - Dijo, casi en voz baja, sonriendo aún más. Yo me acerqué a Finnick para comprobarlo, pero, efectivamente, Willow volvía a tener los ojitos cerrados.
-Qué escena - Dijo Annie, acariciando su suave mejilla con ternura -. Finnick estaba deseando tener a la peque para jugar. Pero tendrá que esperar. Es diminuta, preciosa, pero ya ves qué pequeña, Finn.
-No es diminuta. Es una reina, pero en pequeño. Una princesita - Dijo él, serio, mirando a la niña fijamente. Hubo algo mágico en aquel momento, sé que lo supe.
Tiempo después hice un pequeño dibujo de Finnick con Willow en los brazos y lo guardé para dárselo a ella cuando fuera mayor. Sabía que le gustaría.
Los primeros días fueron difíciles. Willow no dejaba de llorar por las noches y aunque yo intentaba que Katniss se quedara durmiendo mientras yo le daba consuelo, su nuevo instinto maternal se lo impedía y se levantaba de la cama seguida de mí, descalza, hasta llegar a la cunita, en donde cogía a la niña en brazos con torpeza de primeriza y a la luz de las farolas de detrás de las cortinas le susurraba palabras de amor hasta que la chiquitina conciliaba el sueño.
Para cuando Wilow fue a la escuela por primera vez, Rye ya tenía dos años recién cumplidos.
Nuestro segundo hijo vino al mundo durante una noche de tormenta veraniega, poco menos de dos años después de que ella lo hiciera. Abandonó el cuerpo de su madre con un chillido parecido al de su hermana, y cuando Katniss, con la frente perlada de gotas de sudor y jadeando por el esfuerzo, pero con una enorme sonrisa de satisfacción, le sostuvo entre sus brazos, solo dijo:
-Hicimos a una gran mujer, y ahora hemos hecho a un gran hombre. Enhorabuena, Peeta.
Así que en esa frase estaba yo pensando, esa mañana de domingo en la pradera, mientras jugueteaba con la hierba entre mis dedos y veía jugar a mis hijos. Rye, de cabello rubio y ensortijado y ojos ceniza, demasiado pequeño para seguir el ritmo de los pasos de su hermana con sus cortas piernecitas, y Willow, a sus cinco años, jugando con sus muñecas mientras corría entre las flores que dieron nombre a su tía. Su pelo oscuro y liso, igual al de su madre, ondeaba al viento, y sus grandes ojos azul claro brillaban de inocencia y felicidad al saberse libre aunque no comprendiera aún que lo era.
Mis hijos, mis hijos con Katniss, pensaba cada día al verlos desayunar sentados a la mesa de la cocina, sonrientes y llenos de vida. Fue realmente difícil convencer a Katniss de tenerlos. Ni siquiera recuerdo exactamente cuánto tiempo conllevó que accediera a quedarse embarazada por primera vez, pero yo deseaba tanto ser padre, ser padre con ella… La culminación de nuestro amor eran aquellas dos criaturas perfectas, nosotros dos en una mezcla, y a pesar del paso de los años aún me costaba creer que fuera cierto. Que éramos una familia. Que Willow y Rye Mellark eran nuestros.
Recuerdo el miedo de Katniss la primera vez que sintió a nuestra hija moverse en su interior. Fue una noche de lluvia, regresé de la panadería y al entrar en la habitación la encontré llorando. Me senté a su lado y me puso la mano sobre su tripa. Solo dijo tres palabras "Se ha movido". Desde entonces todo cambió. Para Katniss fue más fácil comprender lo que iba a comportar ser una mamá, y se sintió una mujer completa cuando Willow estuvo al fin en su regazo. Para cuando un par de años más tarde llevó dentro a nuestro hijo, ya no lloró al sentirle. Solo una preciosa sonrisa se dibujó en su cara.
La vida había cambiado. Mirando a mis hijos jugar recordaba que las Arenas ya no existían. Ahora se honraba a los muertos y a los héroes de una guerra que en realidad no tuvo ni vencedores ni vencidos. Los Juegos, los que nos habían llevado a la existencia de mis niños, ya no existían. Katniss sentía miedo de que ellos supieran qué pasó, y sobre todo que nosotros, sus padres, estuvimos más involucrados que nadie. Por las noches, abrazados en nuestra cama, me susurraba sus temores y yo la besaba. No quería que Willow siguiera conociendo más de lo que ya le contaban sobre este tema en el colegio, y temía porque Rye también conocería la verdad pronto. Queríamos que nuestros hijos crecieran sanos, fuertes, felices y ajenos al horror que nosotros vivimos, pero el horror estaba en nuestras venas desde mucho antes de que ellos existieran. El miedo y el espanto corrían por su sangre inevitablemente, porque eran parte de nosotros y lo eran con todas las circunstancias. A pesar de ello, yo le decía a Katniss que teníamos el libro. Nos ayudaría a contar a nuestros niños qué pasó, y les haría fuertes.
El cementerio sobre el que mis hijos jugaban no era nada en realidad porque estaba seguro de que todo estaría bien, y así se lo decía cada día a mi amor, a mi Katniss. Ella sabía que tendríamos que hablarles sobre nuestras pesadillas, sobre las mañanas complicadas, pero nos teníamos el uno al otro. Les haríamos saber a nuestros niños, cuando el momento llegara, que jugar puede ser mucho peor que saltar y cantar sobre la hierba. Pero no entonces, no siendo pequeños. No antes de que fueran mayores. Porque yo ni siquiera me hacía aún a la idea de que algún día lo serían.