Esperanza

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Tener a mi hija en los brazos calmó todos mis miedos. No solo olvidé el pánico y el dolor, sino que, por primera vez en toda mi vida, creo que comprendí de verdad lo que significa ser mujer. Los cinco deditos de cada mano, los cinco de cada pie, las pestañas largas que me recordaron a las de su padre, los ojos humedecidos por el primer llanto, las mejillas regordetas y sonrojadas por minúsculas pintitas producidas por el propio esfuerzo del nacimiento, su boca en consonancia con sus inteligentes ojos mirándome, buscando con su tacto mi pecho, para obtener su alimento del mismo cuerpo que le había servido de hogar durante nueve meses. Mi cuerpo.
Con los brazos aún temblorosos la elevé, acercándola a mi boca para besar su carita una vez más. Mis lágrimas mojaron su piel. Peeta no le quitaba la vista de encima. Me desabroché un botón del pijama e inmediatamente ella, sin ningún esfuerzo y como si tuviera estudiado el camino y el procedimiento, comenzó a tomar su leche por primera vez. Me reí a la vez que Peeta, pero yo sin dejar de llorar, aunque entonces ya lo hacía de forma silenciosa.
-¿Ya se puede decir que somos adultos? - Preguntó él, fascinado con la escena. Willow me miraba, sin dejar de comer. Sentir su boquita dando pequeñas bocanadas sobre mi piel, una cada varias segundos, tomándose tiempo para tragar despacio, erizó mi piel.
-Yo diría que sí - Volví a reírme mientras dejaba que él me cogiera la cara con las dos manos y me besara profundamente. Durante aquel beso tampoco dejé de reírme.
Willow tardó un rato en terminar de mamar y mientras le limpiaba suavemente la boca con un trapo, vi que Peeta la miraba con expectación.
-¿Qué pasa? - Le dije yo, con curiosidad.
-Todos tienen que verla. Ven con papá, mi amor - Y con ternura la tomó en sus brazos y salió con ella de la habitación. Entró con todos detrás, con la sonrisa más grande que le vi jamás. Todos se agolparon alrededor para ver a la niña, pero él se zafó y dijo:
-Decidle hola a Willow, vamos.
Todos rompieron en frases de júbilo y felicitaciones. Cuando mi madre tomó a la niña en brazos por primera vez, Peeta no pudo aguantar más y comenzó a saltar mientras abrazaba a todo el que se cruzaba por delante y gritaba de alegría.
-¡Tengo a mi hija! - Decía, mientras Haymitch le daba palmadas en la espalda y me miraba a mí como si Peeta estuviera loco. Después, se separó de todos y vino hacia mí. Me volvió a besar, como si no me hubiera besado jamás, casi dejándome sin labios. Effie discutía para que le permitiéramos coger a la niña y todo, de pronto, había cobrado un color tan feliz que yo también sentí ganas de saltar. Fue lo que hice con mis dos hijos durante el resto de sus infancias, saltar, cantar, jugar con ellos, enseñarles mil cosas, pero sobre todo disfrutar de lo que Peeta y yo habíamos hecho: lo más grande y maravilloso de toda, toda nuestra vida. Nuestros hijos.

Poco después de nacer Willow, entre Katniss y su madre habían pasado ciertas cosas.
La mañana en que la llevamos a casa desde el hospital, envuelta en una toca de encaje y lana de color blanco, en los brazos de su mamá mientras yo llevaba el canastito y el resto de bártulos, Anne nos esperaba en casa con el almuerzo hecho.
Subimos a dejar a la niña en su cuna y nos dispusimos a comer, aunque Katniss se empeñó en hacerlo junto a ella, en una bandeja que yo le llevé. Mientras fregaba los platos, comprobé que Anne, que estaba recogiendo la mesa de la cocina, se mostraba rara.
-Sube, Anne - Le dije -. Ella espera por ti. Yo lo sé.
Me miró. Sus ojos azules volvieron a brillar por un momento.
-¿Cómo lo sabes?
Me encogí de hombros.
-Lo sé porque la conozco. Es mi mujer -. Dije, dándome la vuelta y siguiendo con los platos. Por un momento no se escuchó nada excepto el agua cayendo y mis manos frotando la vajilla con el estropajo, pero después noté cómo ella salía de la estancia para hacerme caso.
-¿Se puede?
Yo estaba sentada en la mecedora de madera que nos habían regalado en la fiesta prenatal, con Willow en el regazo. Acababa de terminar de darle el pecho y de sacarle el flato, y estaba acariciando sus piececitos pequeños, tan suaves, tan tiernos, cuando escuché la voz de mi madre.
-Sí - Dije -. Ella entró tímidamente. Sonrió al verme con la niña y se paró delante.
-Qué imagen tan bonita. ¿Sabes, Katniss? Hace verdaderamente poco que era yo quien te sujetaba así. Y cómo has crecido… Ahora eres madre. Te miro y eres madre - Yo me mantuve callada, desafiante, pero sin apartarle la mirada -. No sabes lo que eso significa para mí. Es lo más grande que hay. Lo sabes, ahora que tienes a tu hija.
-Sí - Hablé por fin. Desde que mi madre apareció por la fiesta prenatal y me había peleado con Peeta porque se quedara con nosotros, no había vuelto a hablar con ella, prácticamente.
-¿Puedo volver a cogerla? - Asentí. Se agachó y tomó a la niña en sus brazos, con gestos mucho más expertos que los míos -. Qué guapa es. Es igual que tú cuando naciste - Sin soltarla, siguió hablando -. Katniss, yo… No sé cómo decirte esto, sé que es de ser muy caradura, pero quiero decirte que lo siento, hija. Lamento muchísimo haber estado lejos de ti tanto tiempo.
Yo pensé antes de contestar.
-He reñido con muchas personas desde que acabó la guerra. Cuando murió Prim y volvimos al distrito, yo estaba fuera de mis cabales. Sabes perfectamente cómo estaba. Y te fuiste. Me dejaste sola. No has estado conmigo ni cuando empecé a ponerme bien, ni cuando me fui a la universidad, ni cuando me casé con Peeta, ni cuando me quedé embarazada. Cuando supe que estaba embarazada, ¿sabes en qué pensé? En ti. Me puse a llorar, porque necesitaba tenerte cerca. Estaba muy asustada. Los nueve meses del embarazo los he pasado terriblemente asustada, y echándote de menos.
-Ya lo sé, Katniss. Nunca me perdonaré haberme perdido todo eso.
-¿Entonces?
-Que te quiero, hija. Es lo único que puedo decirte. Prim y tú sois lo que más he querido en esta vida, junto a vuestro padre. Solo te pido que nunca pienses que no te quiero, porque tú eres toda mi vida -. Y dicho eso, se le cayeron las lágrimas mientras miraba a la niña, que en ese momento movió un brazo en un movimiento espasmódico.
Yo me levanté y me quedé quieta un momento. Después, teniendo cuidado por Willow, abracé a mi madre. Desde entonces, ella vivió con nosotros.

Peeta lo sabía todo de mí. Sabía hasta el más mínimo detalle de mi vida, porque habíamos tenido horas y horas juntos, días, semanas, durante años, para contarnos todo. Conocía mis notas del colegio, mis juegos de niñez, mis motivos para haber reído y haber llorado, mis gustos, mis molestias, mis aficiones y mis sueños, mis frustraciones y las cosas que había logrado. Con solo mirarme sabía cuál era mi estado de ánimo, porque mis gestos y mi manera de actuar eran para él como un libro abierto. Peeta sabía cuáles eran mis costumbres, mis manías, mis defectos, conocía perfectamente mis historias, mis anécdotas, cómo y en qué circunstancia me había ocurrido todo, absolutamente todo en la vida. Mis sentimientos, mi forma de pensar. Nada, nada le ocultaba, porque desde el instante en que comprendí que me había enamorado de él, quise que mi vida ya no fuera solo mía, sino también suya. Así que, del mismo modo yo le conocía a él. Tenía en mi memoria recuerdos suyos aunque no los hubiera vivido, pero me los había contado tantas veces, que era como si le hubiera visto sacar un diez en su primer examen de dibujo, empezar a aprender a hacer pan sobre las rodillas de su padre, hacer carreras con Delly para ver quién llegaba antes a casa después de la escuela, que sus hermanos le hicieran rabiar, coger frutas de los árboles del camino de la plaza cuando su madre no le miraba, caérsele su primer diente, tener el privilegio de ser casi el único niño del distrito 12 en probar por primera vez el chocolate, odiar que su madre le peinase el cabello rubio hacia atrás, noches fingiéndose dormido y en realidad pensando en mí, dibujos guardados en los que aparecía yo con mis vestidos de cuadros y mis trenzas, y más tarde con mis botas, mi cazadora y mi arco, cartas perdidas que nunca se atrevió a darme, su primera cosecha, la charla sobre sexo que sus hermanos le obligaron a escuchar cuando empezó a crecer, su primer beso, su adolescencia entera... Pero a pesar de saberlo todo de Peeta, había algo lógico pero que me fascinó siempre, y era una foto que teníamos encima de la repisa de la chimenea del salón. Era Willow, Willow, jugando por primera vez en un tobogán, con un vestido azul claro y zapatos negros, y exactamente la misma cara y ojos que él, aunque fuera morena como yo. Me fascinaba comprobar cada mañana, cuando entraba al salón, que mi hija y Peeta eran idénticos. Porque aquella casa fue llenándose poco a poco de fotos de todos los tipos, y de recuerdos. Cerca de la entrada principal a los cuatro años Willow se cayó montando por primera vez en la bicicleta que le compramos. La alfombra del salón era el lugar favorito de los niños para jugar, y a pesar de nuestra insistencia en que aprendieran a hacerlo en sus habitaciones, desistimos la mañana en que vimos a Willow coger a Rye en brazos y sentarle en aquel lugar para mostrarle sus muñecas, ignorando toda regañina que nosotros le diéramos. En el jardín de atrás mi madre les enseñó a plantar flores y a cuidarlas. En la panadería Peeta expuso la primera tarta que Willow hizo con él, orgulloso de haber conseguido enseñarle a cocinar. Cientos de noches amontonaron mis hijos y Simone en el sofá del salón, viendo películas y comiendo palomitas hasta quedarse dormidos. Por la ventana del baño de abajo había Willow intentado escaparse aquella vez en que le prohibimos salir por haber suspendido por segunda vez matemáticas en sexto curso. La pared de la cocina tenía una marca de cuando a los seis años Rye entró corriendo, tropezó y frenó allí con la cabeza. El baño de arriba era el lugar en donde siempre les cortábamos el pelo, aunque Willow empezó a dejárselo largo a partir de los nueve años. Y el espejo de nuestra habitación, el más grande, era el sitio en donde todas las mañanas, todas, se sentaba a mirarse y comprobar cuánto le había crecido, antes de irse al colegio. El estudio estaba lleno de cuadros de Peeta y de todos y cada uno de los dibujos que nuestros hijos habían hecho desde que pintaron por primera vez. Y sobre nuestra cama tantas veces cantada la nana de Rue, cuando alguno de nuestros niños se sentía demasiado vulnerable a la noche como para conciliar el sueño y acudía a nosotros, sus padres, sabiendo que en nosotros siempre encontraría refugio.

"Deep in the meadow, under the willow 
A bed of grass, a soft green pillow 
Lay down your head, and close your eyes 
And when they open, the sun will rise 

Here it's safe, and here it's warm 
Here the daisies guard you from every harm 
Here your dreams are sweet- 
-and tomorrow brings them true 
Here is the place where i love you. 

Deep in the meadow, hidden far away 
A cloak of leaves, a moonbeam ray 
Forget your woes and let your troubles lay 
And when again it's morning, they'll wash away 

Here it's safe, and here it's warm 
Here the daisies guard you from every harm 
Here your dreams are sweet - 
- and tomorrow brings them true 
Here is the place where i love you. 

Here is the place where i love you"

Recuerdos. Porque en la cocina fue donde a los catorce meses nuestra niña caminó por primera vez, y en el porche de la entrada donde a los dieciséis meses lo hizo nuestro niño. Y porque cuando los dos hablaron, casualmente lo hicieron en el mismo lugar, la otra mesa del salón, Willow a los diez meses en mis brazos, y Rye a los once y medio en los de Peeta.
Aquella casa había olido a plastilina y juguetes durante años, a flores recogidas por el camino. A llantos, a los siete años mi madre le curó el pie cuando, empeñada en que le enseñase a cazar, se había clavado una flecha. No volvió a pedirlo. Desde los dos o tres mi madre la había llevado al bosque para que se instruyese en el arte de distinguir las plantas y aprendiese a utilizarlas no solo para decorar, sino también para sanar. Sabíamos que Willow sí que disfrutaba con eso. Rye tampoco quiso cazar, y la verdad es que yo tuve esa afición bastante dejada durante los primeros años de vida de mis hijos. Ocupaban todo mi tiempo, y Peeta tuvo que dejar la panadería completamente a cargo de Delicate hasta que pasó el suficiente tiempo como para que pudiéramos quitarles la vista de encima un minuto sabiendo que no iban a tragarse algún objeto pequeño o a caerse por las escaleras. Fue justo entonces cuando Willow tomó la costumbre de ir con él a hornear a la panadería.
Nuestros hijos ya habían cumplido los doce y catorce años respectivamente, y creo que no nos hacíamos a la idea de lo que eso significaba.

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