Capítulo 41

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¿Sabes cómo huele la pobreza? Es un olor amargo, penetrante, lo puedes oler a metros de distancia. Una persona puede tener ese olor y no saberlo, sólo el tronar de su estómago le recuerda que no ha comido ese día, probablemente ni el anterior. Es ese olor que acompaña a muchos, cuando su ropa se pica, y sus zapatos ya no amortiguan el suelo.

Sin embargo, la joven de cabellera negra como el carbón y ojos verdes como las hojas de las flores, aún olía a su Chanel, sus zapatos sólo habían sido usados dos veces y tenía una maleta llena de buenas prendas. Aún así no tenía ni un solo centavo.

—Vamos, no seas cobarde, sólo hazlo. —Se repetía una y otra vez, intentando convencerse. Sostenía la tarjeta de crédito de su padre en el medio de unas tijeras. —Si lo haces... tendrás una nueva vida.

Y vaya que sí, porque perdería el contacto total con su familia, quedaría desamparada, y saldría de la protección económica de su padre. Si quería empezar una nueva vida desde cero debía ser valiente.

Empezó lentamente, pero con determinación, apretó poco a poco y con una ligera fuerza las tijeras, centímetro a centímetro la navaja partió la tarjeta por la mitad. Una de esas mitades cayó al suelo y Charlotte supo que todo había terminado. Recogió eso del suelo y tiró un pedazo en la basura y otro lo guardó en su maleta, le pareció ligeramente peligroso dejar ambos pedazos juntos.

Alzó la mirada y vio la altura de los edificios de Nueva York. Se preguntó si había tomado la mejor decisión. Su padre vivía ahí, pero esperaba no encontrárselo nunca, esperaba que con su rastro perdido a la mitad del país, a su familia nunca se le ocurriera que ella estaba en el lugar más obvio que pudo elegir. Pero no podía evitar sentirse atraída por Broadway, el único sitio con el que soñando más noches, en el que se imaginaba girando y saltando, por los más famosos teatros.

Se paseó por allí, mirando a todas partes, soñando despierta.

A ella le hubiera encantado empezar trabajando en uno de esos teatros, pero no fue así, empezó como mesera, luego en una tienda de autoservicio, e incluso trabajó un tiempo en limpieza.

Había sido ese último el peor de todos, pues nunca en su vida había limpiado nada, sólo podía recordar que entraban las empleadas de su casa a limpiar su baño, su cama y las veía por toda la casa limpiando por allí y por allá, jamás se le había ocurrido preguntar la diferencia entre el aromatizante para pisos y el de la ropa.

Como sea, duró poco en ese trabajo, no porque no tuviera ganas de aprender, o porque terminaba vomitando en los inodoros antes de limpiarlos, bueno, y después de hacerlo. Sino porque en realidad, no tenían ganas de enseñarle nada, y supieron que gastarían más tiempo enseñándole que contratando a alguien que sí supiera quitar la grasa de una cocina.

Después de un año encontró un empleo estable; un restaurante estancado en el Rock and Roll. Había probado casi todas las áreas pero le encontró un poco de cariño a la máquina de malteadas, y la habían dejado estar ahí. Le molestaba poco el atuendo de mesera estilo rockabilly que tenía que usar diario, lo que le enfurecía era levantarse más temprano para pelear con su cabello para hacerse uno de esos peinados que su jefa le había enseñado. Pero había algo muy bueno, cada noche, cuando finalmente salía de trabajar, tenía que cruzar Broadway, la quinta avenida y casi todo el centro de Manhattan. Amaba esas calles demasiado iluminadas y los muchos anuncios de obras de teatro.

Cuando llegaba a casa, un departamento barato que compartía con dos chicas y un chico, afortunadamente gay, comía un poco y luego se tumbaba en su cama a pensar.

En él, en Drake, obviamente, preguntándose si estaba bien.

No sabía nada de él, al cortar comunicación con su padre, toda comunicación con Drake se había perdido también.

Pero el paso de las hojas en su calendario le daba esperanza de que un día él saldría a buscarla, y la encontraría; porque ella estaría esperando por él.

Drake, como ella esperaba, estaba bien. Es decir, ya no estaba en una cárcel rodeado de criminales de todo tipo. Pero el ejército no era tampoco el cielo mismo.

Él tenía sus luchas como ella, tal vez no por encontrar un empleo, pero sí por intentar llevarles el paso a todos sus compañeros.

Era difícil para él, un chico ignorante y con poca educación, toda la que ese anciano pudo darle había sido demasiado poca para un sitio así.

Un día, mientras el sargento a cargo intentaba explicarles un poco de las reglas, le pidió a Drake que leyera un párrafo del libro que tenían en las manos. Cuando él se levantó, inseguro por primera vez en mucho tiempo, pasó la vista por las letras, negras por la tinta, eras simples palabras, pero ojalá hubiera leído más en toda su vida, porque a pesar de que podía leerlas en su mente, decirlas en voz alta le resultada aterrador. Mientras intentaba leer sin detenerse, recordó las lecciones de Dostovski, cuando lo hacía repetir una y otra vez una palabra o una oración hasta que la leyera bien. Recordó el rostro del anciano, cansado, pero persistente, con una paciencia envidiable, que no le importaba pasar horas junto a él ayudándolo a leer, ayudándolo a aprender. En ese momento quiso pensar que Dostovski lo había ayudado porque realmente así lo quería, no por una culpa irreversible.

Se había trabado, por supuesto, seguramente su error se había debido más al nerviosísimo que a su falta de capacidad, pero había sido suficiente para que el sargento tuviera que gritar para callar las risas de los cadetes, y finalmente le había gritado a él, obligándolo a repetir la línea. El rostro del anciano Dostovski, se había transformado en la cara roja del sargento, quien para él no tenía paciencia.

Seguramente no habría pasado toda la noche en el exterior, con un frío que le helaba hasta los huesos, leyendo todo el libro, en realidad no todo, porque no había dado tiempo, el sargento lo había obligado a leer todo desde el principio cada que se equivocaba, bueno, para eso sí tenía paciencia, y parecía que el sargento tenía un calentador por dentro, porque nunca tembló siquiera por el frío, mientras Drake empezaba a equivocarse más por el castañear de sus dientes.

"¿Tienes frío, cadete? ¡¿Tienes frío?!" Le había gritado. "No, señor, no tengo frío", le respondió entre dientes, deseando golpearlo en la cara. Nunca se había detenido tanto en dar un golpe.

Ojalá todo hubiera terminado ahí, pero la burla de los demás cadetes hacia él jamás terminó, o no en los primeros días, hasta que él terminó por hartarse y le dio una golpiza al cadete que más lo molestaba.

Era castigo tras castigo, esa vez; en el área de entrenamiento.

Pero algo aprendió de todo ello; que tenía que aprender para sobrevivir.

Y así lo hizo, le dedicó más horas a su entrenamiento, a su lectura y a su educación.

Cuando lo dejaron inscribirse en la especialidad de medicina todo mejoró, absolutamente todo. Al fin algo bueno en toda su vida, algo que realmente quería.

Y siguió estudiando, y empezó a cambiar, el pobre chico de West empezó a quedarse atrás.

Pero había algo que no podía olvidar. No podía olvidarla a ella, la pensaba todos los días, hasta que estuvo demasiado ocupado para recordar sus ojos todos los días.


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