22 | Visita.

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El primer pensamiento que cruza por mi cabeza nada más parar la moto y quitarme el casco es que la casa de los Costa es enorme. Sólo para darle la media vuelta al recinto he necesitado unos quince minutos, aunque claro, hubiera tardado muchísimo menos si hubiera ido directa en vez de esconder la moto en los únicos matorrales que he encontrado. Sé que es un poco tonto ocultarla ya que saben a qué vengo y porqué, pero hay algo en mí que me pide guardarme un as bajo la manga. No es sólo una casa ajena y enemiga, sino también es la de los Costa, una de las familias mafiosas más importantes y peligrosas de Italia. 

El segundo, es encenderme un cigarrillo para calmar toda la ansiedad que siento. No es que suela hacerlo, pero estos meses están siendo demasiado para mí.

Mientras me dirijo a la puerta principal, compruebo que mi revolver favorito está en su sitio y las demás armas también. Una vez allí, toco el portero y espero pacientemente a que la voz de Greta salga por el altavoz y me invite a pasar a su humilde casa.

Es impresionante la cantidad de adornos que hay en el jardín y después de unos cuantos minutos, me encuentro pensando en cómo es posible que la mafia sea un negocio tan rentable si todo lo que se hace es malo. Quizás la fortuna de la familia viniera de anteriores generaciones más honradas y no como la mía, donde comenzó mi abuelo. Nunca lo conocí porque murió unos cuantos meses antes de que yo naciera en una redada policial en el sur de la isla de Sicilia, aunque tampoco creo que me haya perdido demasiado. Sólo he escuchado hablar un par de veces de él y todo lo que se han comentado han sido auténticas locuras.

Una vez en la puerta de entrada, vuelvo a tocar repetidamente el timbre y saludo a la cámara que graba todos mis movimientos. Cuando ésta se gira hacia mí, expulso lentamente todo el humo que tengo en la boca y juro que casi puedo oír a Greta Costa maldiciendo por lo maleducada que soy.

Tampoco es que me importe demasiado.

La puerta de dos metros de alto se comienza a abrir con una lentitud horrorosa e impaciente le doy una pequeña patada para que coja impulso. Tras ella, aparece lo que creo que es la mayordoma de la casa, la cual mide lo mismo que un niño de diez años —ahora entiendo porque tardaba tanto en abrir, no podía con la puerta— y después de un seco asentimiento de cabeza, se gira para conducirme a algún otro sitio. No tardo demasiado en ver la sala donde se encuentra Martina, Mario y Diego.

—En serio tío, no quiero ni una sola pelea cuando os deje aquí. Dafne es como una hermana para mí y lo que le hagas a ella, repercute en mí.

Una sonrisa aparece en mi cara. No voy a negar que escuchar aquellas palabras nada más llegar, me levantan el ánimo un poco. Estoy contenta de haber perdonado a Martina porque aparte de lo mal y sola que me sentía, también me convertía en una hipócrita. ¿Quién no hubiera hecho lo mismo que ella en su lugar?

Carraspeo llamando la atención de todos y avanzo para saludar a la pareja que se encuentra en el centro de la habitación. Después de haberlo pensado fríamente, me he dado cuenta de que me gusta que mis dos mejores amigos estén juntos, y más si eso es lo que los hace felices. Ellos son lo único que tengo en este momento y no quisiera por nada del mundo que lo pasaran mal. Ya lo hago yo por todos.

—¿Yo? ¿Hacerle daño? —Responde Diego con un sarcasmo tan afilado que corta. Tampoco es que lo vaya a culpar. Le he cortado un dedo, demasiado que no se ha abalanzado sobre mí. Yo en su lugar, no sé qué hubiera hecho, pero desde luego que recibirlo en mi casa no.

—Bueno, no os portéis muy mal. Nosotros estaremos aquí al lado para cualquier cosa. —afirma mientras se aleja junto a su novio y ambos me miran con los ojos entrecerrados, cosa que ignoro. Segundos más tarde, el sonido de la puerta cerrándose resuena en la habitación.

Lo prohibido en la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora