27 | Mea culpa.

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Un escalofrío sacude mi cuerpo entero al recordar lo que viví para entrar al casino la última vez que lo visité. Yo no lo pasé mal gracias a Anastasia, pero no puedo decir lo mismo de las diez chicas restantes. Se rieron de ellas, las violaron y después las mataron. Y yo sólo miré.

Sacudo la cabeza para olvidar ese amargo recuerdo y miro por la otra ventanilla, observando la cantidad de gente que hay en la cola esperando para entrar. Sólo por la ropa tan cara que llevan, sé que son mafiosos. Porque venga ya, todo el mundo sabe como se hacen en Italia las personas ricas. Traficando.

—Ya hemos llegado —comenta Angelo, que es el chófer que me trae en esta ocasión—. No olvides para lo que has venido. Rubio, ojos claros y sobre tu edad.

—Ya me he enterado, gracias —digo cortante con una sonrisa falsa.

Después de eso, él gira su cabeza hacia el frente y yo tomo aire para enfrentarme una vez a otro estúpido mandato de mi padre. Estoy cansada de que todo el mundo crea que puede decirme que hacer o cómo comportarme por el simple hecho de que no quiero ser desheredada. Está más que claro ese tipo de comentarios se los dejo pasar a mi padre, pero por lo que he dicho antes y porque no quiero que toda la fortuna de los Bianco pase a manos de la Colombi más retorcida y caprichosa que ha existido en años. Bastante tengo con aguantar a mi padre todos los días, como para que Angelo es una al club.

Ni de coña.

Abandono el coche con paso rápido y firme y rebusco en mi bolso la tarjeta que muestra que soy una invitada VIP y no tengo porqué esperar la cola. En el trayecto, recibo todo tipo de miradas y cuchicheos, pero a medida que me voy acercando todo queda en silencio. Soy Dafne Bianco, la chica que tiene muy mala reputación pero a la vez, los medios de comunicación adoran. 

Tal y como predijo Anastasia, Milo me sentó en cuanto me vio pasear por la casa y me arrastró a su despacho. Allí me explicó que me necesitaba para identificar al Russo —aunque no mencionó nada de la nota— y que una vez que lo consiguiéramos, lo retendríamos para que nos proporcionara información. Nada de matarlo, aunque tampoco es que lo fuera hacer. A mis dieciocho años no he matado todavía a nadie y tampoco pienso hacerlo con un Russo. No soy nadie para juzgar cuando tengo las manos tan manchadas de sangre como cualquier otro mafioso.

Una vez dentro, mi mirada se pasea por todo el casino buscando alguien de mi edad, de pelo rubio y ojos grises con aspecto de mafioso o adinerado. Según mi padre, los Russo no han sabido adaptarse a la vida humilde y han seguido todos estos años participando en operaciones clandestinas. Al principio pensé que eran unos imbéciles porque ¿qué sentido tenía escapar de la mafia —cosa que casi nadie conseguía— y volver a entrar en la boca del lobo por voluntad propia? Ninguna. Pero claro, es mucho más fácil decirlo que hacerlo. ¿Acaso yo me mantendría al margen con una vida de mierda mientras sabía que podría alcanzar la gloria con tan sólo unos trabajos ilegales? No y eso era lo que les había pasado a ellos. La mafia era como una droga a la que nadie sabía renunciar.

Es imposible sacar a una persona de esas características en mitad de un casino repleto de gente. Es como ponerse a buscar una específica aguja en un pajar lleno de agujas y pajas. No tiene sentido, al igual que esta estúpido misión. Doy varias vueltas aburrida hasta que al final me decido por sentarme en uno de los sillones vacíos que adornan las esquinas. Este es un lugar para pasárselo bien con alguien y yo, como siempre, estoy sola. Y es una mierda. Como estoy muriendo de hacer nada, voy examinando uno por uno las personas que se cruzan ante mí hasta que mi corazón se para para acelerar con mayor fuerza.

Lo prohibido en la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora