34 | Tercer Russo.

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Paso encerrada en mi habitación hasta que el cielo vuelve a iluminarse, lo que me hace perder la noción del tiempo. 

Parece que con mis recuerdos también se ha marchado mi inteligencia. No sé que pensar, estoy todo el día montando teorías conspirativas porque me parecen muy sospechosos los comportamientos que hay a mí alrededor y encima, me tienen prisionera en un hotel a cientos de kilómetros de mi casa bajo la excusa de que el próximo viernes será el gran día. El día en el que el destino de Eric y el mío se unirán y ni siquiera puedo recordar el sentimiento que sentía cuando me encontraba con él.
Sé que el sí me quiere porque sus ojos lo dicen... Pero hay algo en mí que grita peligro cuando mis labios y los suyos se unen. Una sensación que me pone los vellos de punta y no desaparece hasta que la soledad me invade.

Y ahora mismo, me encuentro tumbada en la cama mirando el techo y pensando en las cientos de cosas que se han pasado por mi cabeza en éstas últimas semanas. No sé quienes son aquellos que afirman ser mis amigos y tampoco conozco a mis enemigos. Nadie quiere decirme nada y parece que la poca información que me proporcionan va contada al milímetro, como si estuviera preparada y no fuera espontánea. Sé que quizás son imaginaciones de una chica desconfiada con amnesia, pero también pueden ser ciertas.

Como sea, aquí estoy. Deprimida y encerrada en un hotel de París cuando debería estar visitándola. Supuestamente he venido aquí como cien mil veces, pero de nuevo aparece el problema del gran borrón. Así que a lo mejor debería pedirle a mi madre el favor de ser libre durante al menos una tarde entera y verla por primera vez de nuevo.

Lo que nos lleva al segundo problema. No tengo un amigo con quién visitarla, hablar o que me ayude a recordar algo del pasado. Nada. Eric no me proporciona eso y... No quiero casarme con él.

No quiero casarme con él.

Puede que la antigua Dafne quisiera eso, pero la nueva no.

No siento nada por él, su presencia me incomoda y además me da la sensación de que me está engañando con la hija de Paola, Adelaide. Hay algo en los ojos de esa chica que cuando me mira, me provoca escalofríos. Es la chica más terrorífica con la que me he cruzado, aunque sólo lo haya hecho con ella.

Por lo que pasamos a la última opción, esa que destella cada cierto tiempo y me trae a flote la imagen de cierto mentiroso. Es el guardia de mi padre, lo que quiere decir que está bajo mis órdenes y por lo tanto tiene que acompañarme a visitar París sin importar que no tenga ganas o no quiera. Aunque algo me dice que no le molestaría y por algún motivo desconocido, una sonrisa se instala en mi cara.

Me levanto con pasos decididos para abandonar la habitación cuando la puerta es abierta de forma abrupta dando lugar a una mujer de edad media con un botiquín de primeros auxilios en la mano. Es la enfermera que viene a curarme día tras días las heridas y repitiendo la silenciosa rutina que se ha producido durante las semanas que llevo aquí encerrada, me siento con desgana en la cama y me levanto el vestido hasta que dejo al descubierto el trozo de costado que tengo cubierto de puntos. Siempre está cubierto de una gasa gruesa y como no me gusta la sangre ni soporto verla, siempre aparto la mirada hasta que termina su trabajo.

—¿Se ha tomado las pastillas ya, señorita Bianco?

Asiento con cansancio y observo uno a uno las decenas de hematomas que decoran mi cuerpo. Todos tienen un color entre el púrpura y verde y aunque están curándose, son bastante feos. Entonces, sin querer cometo el fallo de deslizar la vista hacia la enorme raja que hay en mi vientre o al menos, debería haber. En su lugar, hay una pequeña pero profunda herida circular. Frunzo el ceño y la examino pensando en como es posible que eso haya llegado ahí.

—¿Hubo un tiroteo en el accidente? —pregunto comenzando a sentirme totalmente desconfiada.

—Ehh... —tartamudea la enfermera, la cual de repente está guardando todos los instrumentos—. No estoy autorizada para hablar de eso.

—¿Hubo tiroteo en el coche? —Vuelvo a preguntar agarrando con fuerza de su brazo.

Ella me mira con espanto y rápidamente termina de guardar todas las cosas sin importarle el hecho de que la herida no haya sido curada bien. —No... No puedo contestarle a eso, señorita Bianco.

Intento retenerla durante segundos, pero me da un golpe en la nuca con el botiquín y me veo lanzada al suelo. No es que tarde demasiado en ponerme en pie, pero es el suficiente para que pueda escapar de la habitación y el sonido de la llave siendo girada inunde la atmósfera.

Estoy encerrada bajo llave en mi propio dormitorio.

—¡No podéis hacerme esto! —Grito dando puñetazos a la puerta—. ¡Exijo que alguien traiga a mi padre!

Da igual la pataleta que monte porque me ignoran (si es que realmente alguien me ha escuchado) así que después de lo que parece un gran tiempo, me dejo caer contra la puerta hasta que una idea viene a mi mente.

Necesito un móvil. Concretamente mi móvil. Porqué tengo que tener uno, ¿no? Con esperanzas y energía renovada, me levanto del suelo y rebusco por todos los cajones, huecos, armarios...

Pero no hay nada. No hay absolutamente nada de mi antigua vida. Ni fotos, ni ropa, ni pertenencias. Todas las cosas que hay en la habitación han sido compradas en caras boutiques de París y además, tampoco hay nada tecnológico. Ni una televisión, ni una radio, ni un ordenador, ni siquiera un móvil. Tendría que ser idiota para no darme cuenta de que algo extraño está pasando delante de mis narices, pero sólo es que todavía no he descubierto que se traen entre manos.

Reviso la habitación para encontrar un arma o al menos algo que sirva para defenderse, pero de nuevo es imposible. Los cristales no se pueden romper, las sillas parecen hechas de una madera irrompible y hasta el cepillo del pelo está formado por pequeñas púas de plástico.

«Tengo que escapar de aquí ahora mismo»

Ese pensamiento es el que inunda mi cabeza y sin retenerme a pensarlo dos veces, compruebo una vez más la puerta y abro la del balcón. No hay mucho que pueda servir de ayuda, una bonita mesa de cristal junto a dos sillas de mimbre. Pero no es eso lo que estoy buscando, sino la situación donde está colocada la terraza.

Resulta que están las habitaciones tan pegadas, que es fácil colocarse encima de la mesa y saltar a la otra. Así que llevo a cabo mi plan. Me quito el horrible vestido rosa que llevo puesto por unos caros pantalones negros y una blusa blanca (es lo que hay aunque no sea lo más cómodo) y apilo las cosas en un extremo. No tengo ni idea de lo que va a pasar, pero aún así sigo.

Una vez arriba descubro que no es tan fácil como lo había planeado en un principio. Lo que se suponía que iba a ser un simple salto, se convierte en un salto a diez metros de altura por la calle más transitada de París. Lo que significa que si no termino toda esparramada por el suelo, lo más seguro es que alguien me vea y se chive a mi padre. Como sea, me agarro al bordillo y avanzo todo lo pegada que puedo. Voy paso a paso, sintiendo la suave brisa y la muerte bajo mis pies.

Me resbalo un poco, pero al final consigo llegar sana y salva al balcón de la planta de abajo. Toda la última planta —la mía— está reservada, por lo que es una tontería que salte al del al lado. En fin, pego un salto de esos que hacen que te duela el pie un poco por la altura y examino la habitación. Hay un arma tirada en el suelo y no dudo en cogerla. Cuando lo hago, noto como una sensación extraña pero a la vez familiar crece en mi estómago. No sé que clase de persona tiene un revólver tirado en la terraza, pero ha sido un gran despiste por su parte. Tanto, que podría costarle la vida. Abro la puerta de una patada y lo apunto con el arma, la cual tiembla de una forma exagerada.

—Sácame de aquí —Murmuro con la voz quebrada—. Sácame de aquí, por favor.

No quiero imaginarme las pintas de loca que debo de tener, así como tampoco las posibilidades de que un hombre desconocido vaya a arriesgar su vida para sacarme de este hotel de locos. En su lugar, seco las lágrimas y espero una reacción del chico que hay frente mí.

Pero por algún motivo desconocido, algo se activa en mi cerebro y bajo el revólver. El chico que me he encontrado en mitad de uno de mis ataques de histeria se llama..

—Sé quien eres —afirmo impresionada—, eres Alessandro, Alessandro Russo.

Lo prohibido en la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora