El camino de vuelta no es tan desastroso como en algún momento llegué a pensar. Adelaide, que por lo visto se encuentra en uno de esos momentos de la vida donde te replanteas hacer el bien aunque sea por tan sólo cinco minutos, me ofrece la oportunidad de utilizarla incluso como coartada. Y yo acepto —todavía intento descubrir qué es eso que me inclina a no clavarle un tenedor en el ojo por todas las putadas que lleva realizadas hacia mi persona— aunque no le ofrezco ninguna respuesta a su trato.
Si tuviera que fiarme de ella, entonces confirmamos que llevaría muerta desde antes de nacer y sin exagerar. En el poco tiempo que llevo aquí en París, he visto el brillo de odio que acompaña a su mirada cada vez que clava esos ojos verdes pardos en mí. Sin embargo, me mantengo en silencio durante todo el trayecto en taxi y extrañamente tranquila, sin que me dé ninguna paranoya de super espía porque alguien intente matarme. Simplemente me dedico a apoyar la cabeza en la fría ventanilla y susurrar por lo bajini las diferentes canciones que reproduce aleatoriamente la radio. Es curioso como me salen solas, a pesar de que las esté escuchando por primera vez.
Adelaide, que no puede estar ni tres minutos seguidos sin dejar claro que odia compartir el mismo oxígeno que yo y que probablemente preferíria usar lencería del primark a compartir un espacio tan cerrado conmigo, pone los ojos en blanco ante el repentino ataque de alegría que me entra. Seguramente se esté preguntando si soy bipolar, pero la realidad es que no la puedo culpar. Hace cinco minutos me encontraba en la calle con ganas de romper algún cristal y lanzárselo a Apolo en la cabeza —una situación bastante penosa que ciertamente no me molestaré en negar—, y ahora estoy aquí usando el transporte público con una persona que mayoría del tiempo me quiere ver muerta y encima, con una sonrisa en la boca mientras voy cantando canciones de los años 80. Porque sí, el señor taxista que nos ha tocado no ha superado ni bohemian rhapsody ni a Queen en general.
Pero oye que tampoco me quejo. Me alegro mucho interiormente de que mi yo anterior tuviera tan buen gusto y se aprendiera este tipo de canciones de memoria. Por desgracia, la Colombi no puede decir lo mismo. Está agazapada a mi derecha, separada por un muro de bolsas de Victoria Secret más grande que el de china y mejor solificado que el de Berlín. Y como tampoco tengo ninguna intención de derribarlo, sigo con lo mío.
Sin embargo, la señorita está aburrida. Así que eso se traduce en tocarme los cojones durante los quince minutos de trayecto que quedan. Y lo cumple. De verdad que lo cumple. Entre la forma de mantener las distancias al hablar conmigo —como si la psicópata insegura fuera yo y no ella— y las preguntas donde "indirectamente" (o al menos creo que esa era su intención desde un principio) me pregunta cómo y por quién he llegado al centro sin que nadie me pillara, termina por agotar mi paciencia. ¿El problema? Que no puedo bajarme porque ella es la que supuestamente justificara mi ausencia ante Eric porque tiene un corazón de oro que no le cabe en el pecho. Já. Lo hace porque quiere que acepte su trato. Empero, lo que me ha propuesto no es ninguna tontería. Necesito bastante tiempo de reflexión para pensarlo y comprobar todos los pros y contras. Porque ni de coña confío en ella. Así que la ignoro e intento guardarme la necesidad de poner los ojos en blanco cada vez que el nombre de Apolo viene a mi cabeza. Que le jodan. Tiene esa actitud de niño pequeño y mimado que no quiere el juguete viejo pero que tampoco quiere soltarlo.
Y yo, no soy ninguna gilipollas. Aunque quizás sí que un poco inmadura, por lo que termino diciéndome a mí misma que no pienso volver a caer en sus redes ni mucho menos pensar en él de nuevo.
Pero vamos que no me lo creo mucho. Porque todos los presentes sabemos que eso es una mentira como una casa.
—¿Y bien?—interrumpe el rumbo de mis pensamientos Adelaide—. ¿Lo vas a matar o qué?
Levanto la mirada de la ventanilla y la fulmino, sin creer que se atreva de hablar de temas cómo este en un taxi que perfectamente podría trabajar para Milo. No es ningún secreto que mi padre tiene hombres por todos lados.
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Lo prohibido en la mafia
AcciónEn el momento en el que la bomba estalla, Dafne Bianco se encuentra bebiendo champán, discutiendo sobre memeces y pensando en lo genial que se ve con su vestido de alta costura. Cuando la adrenalina desaparece, su prometido está muerto, su cumpleaño...