Prólogo

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La estancia era bastante grande para ser una simple celda, pero también oscura, lúgubre y apestaba a cloaca. Daba igual dónde pusiera el cubo donde orinaba y defecaba, el hedor era persistente en todo momento; pero el mal olor venía sobre todo de fuera. Era una sensación desagradable y persistente, como si las alcantarillas estuvieran cerca. Había mucha humedad, y todos los objetos de madera estaban medio podridos, pero él ya se había acostumbrado a aquella pestilencia que tan insoportable se le hizo al inicio de su cautiverio. Llevaba demasiado tiempo encerrado y aquel tufo ya era parte de él. Lo que peor llevaba era la oscuridad constante y la soledad eterna. Su única compañía eran las ratas que pululaban por las esquinas buscando un mendrugo de pan sobrante o algo que llevarse a la boca. El devenir de los días y el lento paso del tiempo le atormentaban más que cualquier otra cosa. Sentía que si pasaba mucho más tiempo allí dentro se volvería loco.

En aquel lugar no había ventanas, puesto que estaba bajo tierra y no contaba con ninguna luz más que la que sobresalía de la abertura de la puerta de su celda, una luz nítida proveniente de un puñado de antorchas que había en la sala del carcelero. No tenía forma de saber si era de día o de noche, salvo por el hecho de que por la noche pasaban menos guardias rondando por su celda; era entonces cuando aprovechaba para dormir. Sus sueños eran largos, eternos, a veces no tenían fin y siempre andaba libre por extensas llanuras verdes bajo un cielo azul; podía ver la luz del sol de nuevo, podía correr y cabalgar, veía a su familia y volvía a comandar ejércitos, incluso fornicaba con bellas mujeres; soñaba todo lo que anhelaba, pero siempre despertaba y volvía a la cruda realidad: estaba encerrado en una celda oscura y maloliente, lejos de su hogar, sin saber qué estaba sucediendo en el mundo en el que él un día había sido una persona de gran poder e influencia, y en donde los hombres le obedecían y las mujeres le deseaban.

Mencror escuchó una voz familiar y abrió de nuevo los ojos. Era uno de los carceleros que le traía la comida. Le dejó el cuenco con sopa de pollo sobre la mesa, un trozo generoso de buen pan y una jarra de agua. En ocasiones le traían vino o cerveza, pero ese día no tenía esa suerte. Cuando se hubo marchado el carcelero, Mencror se esforzó por levantarse de la cama y sentarse en la única silla que había en toda la estancia, y comenzó a devorar lo que tenía delante; primero echó cachos de pan sobre la sopa que todavía estaba caliente y comenzó a engullirlos con rapidez, luego se comió los pocos trozos de pollo y por último se bebió el caldo. Cuando terminó eructó y bebió agua de la jarra que le habían traído. Ése era uno de los pocos momentos emocionantes que tenía en el día a día: comer y dormir, el resto del tiempo lo pasaba pensando, recordando todo lo que había pasado hasta ese momento, meditando cómo había llegado a esa situación, cómo había acabado en una húmeda celda siendo él un heredero directo a la corona imperial. Mencror, al ser el segundo varón por orden de nacimiento, era el siguiente en la línea sucesoria, y así seguiría siendo a menos que Mulkrod contrajera matrimonio y tuviera hijos legítimos. Pero eso ya no importaba. Ahora era un simple prisionero encerrado en una oscura celda muy lejos de su tierra y su familia.

Meses antes había sido rehén del rey de Hanrod en una de las habitaciones del palacio, donde había vivido cómodamente con todos los lujos acorde a su rango, sin embargo, siempre había estado vigilado y no podía moverse libremente por el palacio. Para él eso era lo mismo que estar preso y no podía soportar la vergüenza que suponía su cautiverio. Él era un Omercan, un miembro de la familia imperial, alguien que no debía estar allí. En cuanto vio la menor oportunidad trató de escaparse.

En una calurosa madrugada veraniega, Mencror había fingido que estaba enfermo a la hora de la cena, y no probó bocado, pero, dos horas después de la media noche, golpeó la puerta de su dormitorio para llamar al guardia de turno diciéndole que ya estaba mejor y que tenía hambre. El guardia, que tenía la orden de satisfacer a Mencror en lo que pudiera, se vio obligado a acceder y bajó a las cocinas a ver qué había para comer. Subió unos minutos más tarde con una doncella y un cocinero que le trajeron las sobras de un cochinillo asado, pan y vino.

Sangre y Oscuridad II. La Venganza del EmperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora