Negociaciones, cartas y pistas IV

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Al día siguiente Faleth no le recibió, y tampoco permitió que fuera a verle a su despacho; la guardia real tenía orden de impedir que accediera al rey. Nulmod, desesperado, decidió recurrir a la reina mientras ésta paseaba junto a las damas de su séquito por la ciudad. Quizá ella sí pudiera influir en el rey. No le fue difícil encontrarla; la reina siempre solía moverse por los mismos lugares: los jardines y miradores de la parte superior de la ciudad, o en las tiendas más selectas de perfumes, joyas, pedrería, telas y ropas de la mejor calidad. A diferencia de con el rey, los guardias que protegían a la reina sí que dejaron pasar a Nulmod cuando le vieron llegar. La reina llevaba un vestido morado y una hermosa piel protegiéndola del frío.

—¿Os interesa adquirir alguna joya? —le preguntó Jeine con una sonrisa cuando le vio llegar—. ¿Acaso hay alguna nueva dama a la que queráis cortejar? Os recomiendo que compréis estos pendientes con rubíes de Ibahim, o aquel collar de plata con perlas y diamantes. Vuestra dama caería rendida a vuestros pies.

—No hay ninguna dama a la que pretenda cortejar, mi señora —dijo Nulmod—. Es otro asunto el que me ha traído aquí.

Jeine escuchó a Nulmod, pero prestaba más atención a las joyas que tenía delante que al recién llegado.

—Esas pulseras y torques son de una calidad ínfima, mi señor —le dijo Jeine al dueño de la tienda—, y ese precio que pedís es desorbitado.

—El precio lo ha establecido el gremio del oro, mi señora; yo sólo soy un instrumento en sus manos —dijo el dueño del establecimiento.

—Quizá la mujer de algún señor acaudalado caiga en la trampa, pero yo no. Es obvio que ha sido un aprendiz quien ha elaborado semejante estropicio.

La reina siguió avanzando entre las tiendas, acompañada por su séquito. Nulmod esperó pacientemente.

—Os escucho, eso es mejor que soportar cómo me intentan estafar —dijo Jeine.

—Mi señora, he intentado ver a vuestro marido, pero no ha querido recibirme, por eso recurro a vos —dijo Nulmod.

—Sé a qué habéis venido —dijo Jeine—. Sabed pues que no puedo ayudaros. No puedo hacer lo que venís a pedirme.

—Debéis hacerlo, sólo vos podéis ayudarme. El rey os escuchará.

—Puede que me escuche, si accediera a ayudaros, pero no puedo hacerlo. No puedo decirle a mi marido que renuncie a la paz.

Nulmod sabía que la reina podía no colaborar con él, pero por el bien del reino debía insistir.

—La guerra seguirá de todos modos, se reanudará cuando Vanion caiga —dijo Nulmod—. La oferta que el Imperio ha ofrecido son sólo palabras, y a las palabras se las lleva el viento.

—La paz se sellará en papel.

—El papel puede ser quemado. Debéis comprender que esta guerra no acabará así. Sharpast no ha invadido Lindium para ofrecernos la paz. Su botín sería demasiado escaso. Mulkrod conseguirá lo que anhela con sangre y fuego no con tinta y papel.

—Yo no sé de política, no tanto como vos y otros hombres de gobierno, pero confío en el criterio de mi esposo. Él quiere lo mejor para su pueblo; desea la paz, una paz justa, y eso es lo que ha conseguido. Yo estoy con él. La guerra ha terminado y no vamos a reanudarla nosotros. Ahora, si me disculpáis, se acerca el día del nacimiento de mi hijo y heredero al trono, y quisiera comprarle algo apropiado para la ocasión.

—Si cedemos ahora nos arrepentiremos más adelante —dijo Nulmod en un desesperado intento por retenerla.

—Nadie desea la guerra. ¿Por qué no os limitáis a cumplir la voluntad de vuestro señor, que sólo desea el bien común?

Sangre y Oscuridad II. La Venganza del EmperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora