La llama de la esperanza I

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Finales de diciembre.

El frío había llegado con contundencia a Lindium, sobre todo en el norte, donde las primeras heladas habían aparecido. En Vanion, donde el clima era un poco más cálido, el frío no era tan drástico, pero sí se empezaba a notar el gélido cambio de temperatura. Las fuerzas del Imperio habían retomado su avance hacia el sur en esas circunstancias. Más de sesenta mil hombres marchaban para acabar con el ejército que era leal al príncipe Nairmar. Buscaban dar un golpe de efecto que acabara con la guerra para, de ese modo, poder implantar definitivamente el orden imperial en aquella tierra. Liderando esa enorme fuerza se encontraba el Emperador en persona con dos de sus hermanos: Mencror y Menkrod.

No encontraron resistencia en los inicios de la ofensiva. Nada se oponía al poder de Sharpast ni ningún ejército salía a su encuentro. En su camino hallaron los campos desiertos; algo que era ya rutinario. Todos los habitantes de la zona habían abandonado los pueblos y villas por temor a las huestes de Sharpast; pero en cuestión de días se encontraron el primer escollo: la ciudad-lago de Carnair se oponía con sus imponentes y bien guarnecidos muros. La ciudad era prácticamente inexpugnable; solo una pequeña parte de la muralla estaba en tierra y allí se concentraban la mayor parte de las defensas, y el ejército de Mulkrod no disponía de una flota con la que poder atacar los muros en la parte de la ciudad que estaba rodeada por las aguas del lago. No obstante, de inmediato cortaron toda línea de suministros con el exterior e iniciaron preparativos para el asedio. Ese mismo día Mulkrod se reunió con su estado mayor.

—El ejército de Vanion ha huido al sur —dijo el general Milust, que había interrogado a varios campesinos antes de la reunión—; pero han dejado una guarnición importante. Está claro que no podemos entrar en la ciudad sin más. Conquistar el Muro de Ulrod se va a antojar más sencillo que tomar Carnair.

—Y si rendimos la ciudad por hambre perderemos a muchos hombres por el frío —dijo Rahecar—, además de tiempo y recursos.

—Y parece que no van a plantar cara con su ejército —dijo Mencror—, al menos de momento. Huyen hacia el sur.

—Los perseguiremos y les obligaremos a presentar batalla —dijo Menkrod.

—Al sur solo les queda Lagos —dijo Milust—, pero según nuestros informes esa ciudad es vulnerable ante un asalto directo. Podemos tomarla más fácilmente.

—Están jugando al gato y al ratón con nosotros —dijo Mulkrod—. Eluden la lucha y seguirán así hasta que no les quede a donde huir.

—Deberíamos perseguirlos —dijo Menkrod.

—Y lo haremos —dijo Mulkrod—. Pero alguien deberá quedarse dirigiendo el sitio de Carnair. No dejaremos un bastión tan importante del enemigo en retaguardia.

—Vamos a ir de asedio en asedio —dijo Milust—; así iremos dividiendo cada vez más nuestras fuerzas. Eso es lo que pretenden para que nuestra superioridad numérica no sea tan contundente. Entonces puede que sí nos planten cara; seguramente en un terreno que les sea favorable o en algún lugar donde puedan intentar emboscarnos.

—Han planeado bien su defensa —dijo Mulkrod—, pero eso no les servirá. Tomaremos una a una las ciudades y fortalezas de la región. No podrán huir eternamente.

—Como deseéis, majestad —dijo Milust.

—Mañana partiremos con el grueso del ejército —dijo Mulkrod—. Mencror, tú te quedarás dirigiendo el asedio con un contingente menor. ¿Te ves capacitado para esa tarea?

—Más que capacitado —dijo Mencror, satisfecho por volver a comandar una fuerza armada de envergadura.

—Bien, el resto vendrá conmigo. Iremos tras el ejército de Nairmar. No le daremos ningún respiro.

Sangre y Oscuridad II. La Venganza del EmperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora