Tretas y asedios II

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Dentro de Lasgord, capital de Vanion.

Gwizor se despertó pronto, tal y como hacía todas las mañanas, y con más razón ahora que el ejército imperial los asediaba. Le llevaron su desayuno y lo terminó enseguida; se había levantado con más hambre del habitual y devoró todo lo que tenía en el plato. Mientras se vestía, un sirviente le dijo que el rey solicitaba su presencia de inmediato. Gwizor asintió y le dijo que ahora iría a verlo.

‹‹El rey madruga más que ninguno —pensó Gwizor—. Al viejo le cuesta mucho conciliar el sueño y se pasa la mayor parte de la noche despierto. Se nota que está cada vez más preocupado. Con un ejército enemigo a nuestras puertas es lo normal.››

Apenas habían pasado tres días desde que le llegaron las noticias de que las tropas imperiales asediaban Renion, su hogar, la ciudad de sus antepasados, el lugar donde tenía sus tierras y riquezas, todas sus posesiones y pertenencias, todo lo que hacía de él uno de los Grandes del reino. Había ordenado a la pequeña guarnición que había dejado allí que la defendieran y que resistieran hasta la llegada de nuevas órdenes, y eso hacían. Pero ahora Renion no era la única ciudad que había sido sitiada; Lasgord también lo estaba y él tenía el deber de proteger la ciudad a toda costa. Era una tarea ardua, no exenta de peligros, pero que estaba obligado a cumplir.

Salió de su habitación acompañado por su segundo, Meraxes, un veterano y leal oficial que había servido en su familia desde que era un niño. Era un hombre capaz y obediente, que se había ganado, primero la lealtad de su difunto padre, y ahora la suya. Los dos se encaminaron a la sala del trono vestidos con sus armaduras con ribetes negros y el emblema de Vanion de color azul estampado a un lado de la armadura, y el blasón de su casa de color verde al otro.

—¿Hay novedades? —le preguntó Gwizor a su segundo.

—Esta noche ha llegado una carta desde Ulrod —le dijo Meraxes mientras le entregaba la carta—. La trajo el hermano de la amante del príncipe.

Gwizor la cogió, rompió el sello real con su daga, sacó el pequeño pergamino de su interior, vio que estaba firmada por Nairmar y comenzó a leerla. La carta no decía gran cosa, nada que no supieran ya; que estaban cercados por numerosas tropas y que resistirían, aunque también hablaba de un ataque nocturno relatado al detalle. Después de leer la carta la dobló y se la guardó.

—¿Dices que la ha traído el hermano de la amante de Nairmar?

Maraxes asintió.

—Sí, creo recordar a ese muchacho. Fue el que nos informó de la llegada del ejército imperial antes de la batalla en el Llano de Goldur. Nairmar querrá mantener a alguien de su confianza para informarle de todo, ¿y quién mejor que el hermano de su amante? Seguro que le ha colmado de oro y tierras. Si mal no recuerdo su familia cayó en desgracia hace años y perdieron casi todo lo que tenían. Tendremos que vigilarlo. Encárgate de ello.

—Así lo haré.

—Vayamos a la sala del trono. Veamos qué es lo que quiere el rey.

Subieron las escaleras con otros muchos oficiales que, como él, acudían a la llamada de su señor. Marnar descansaba postrado en su trono, escuchando las quejas de algunos de sus consejeros sobre la escasez de grano o el hacinamiento en las calles de la ciudad. Fuera lo que fuera, Marnar perdió el interés en ello en cuanto vio a sus oficiales, y en especial cuando vio entrar a Gwizor.

—¿Han acabado ya de cercarnos? —preguntó Marnar, sin rodeos.

—Así es, majestad —dijo Gwizor, sabiendo que la pregunta iba dirigida a él—. Hemos perdido todo contacto con el exterior y ya no podemos recibir más suministros. Ayer por la noche mandé el último mensaje a Malliourn por el río, pero ahora estamos incomunicados.

Sangre y Oscuridad II. La Venganza del EmperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora