Decisiones drásticas III

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—¡Maldita sea! —dijo Neilholm furioso, mientras observaba los cinco cadáveres—. ¿Cómo ha podido pasar esto?

—Nos sorprendieron —dijo el único superviviente—. Estaba todo muy oscuro y con los árboles no los vimos venir. Nos atacaron con algún tipo de proyectil y nos fueron eliminando uno a uno en pocos segundos. Yo escapé por poco.

‹‹Estos hombres que me han prestado no sirven para nada —pensó Neilholm, disgustado.››

—¿A quién se le ocurre perseguir a esos fugitivos solo con seis hombres en medio de la noche? Debisteis esperar a que llegáramos. Ahora tenemos a cinco de los nuestros muertos.

—Lo siento, señor.

—Ahora ya da igual. Lo único que importa es darles caza de una maldita vez y capturar con vida al hermano de Mulkrod.

—No ha pasado ni una hora desde que se marcharon —dijo Irdor—. Ya son nuestros. Si nos movemos deprisa les habremos capturado mañana mismo.

—Movámonos pues —dijo Neilholm—. Estamos ya muy cerca de la frontera con Vanion, y ese territorio ahora está controlado por nuestros enemigos. ¡Vamos, sigamos!

‹‹Ya estamos muy cerca. Un poco más y serán nuestros; pero debemos ser precavidos. Ya nos han sorprendido una vez. No habrá una segunda.››


Habían marchado toda la noche sin contratiempos, pero ahora, con la luz del nuevo día, una nueva columna de jinetes, de al menos veinte monturas, apareció en su retaguardia; se les echaban encima. Los seguían al galope por la extensa llanura que lo abarcaba todo. Cuatro contra veinte. Esta vez no podrían sorprenderlos de ninguna forma y, aunque lo hicieran, vencerlos se antojaba imposible. Solo podían forzar a sus caballos al máximo e intentar escapar. Aún los tenían a una buena distancia, pero con el nuevo día los podían ver con claridad en la lejanía y distinguir los uniformes de Hanrod. Se dirigían decididos hacia ellos, y no se detendrían por nada hasta capturarlos a todos.

Los caballos galopaban extenuados, reventados por la larga cabalgada llevando a sus jinetes y los pesados bártulos que llevaban de carga. Pronto desfallecerían si no paraban a descansar. Sin embargo, sus dueños no parecían estar dispuestos a detenerse, sino que les ordenaban insistentemente que avanzaran sin parar.

Los perseguidores iban ganando terreno lentamente con las horas, pero sus caballos estaban tan cansados como los de los fugados, e incluso más, pero ahora que estaban tan cerca no pararían hasta que los atraparan o los caballos fenecieran de agotamiento.

Teon, que iba a la cabeza del grupo, dado su cuerpo delgado y mayor ligereza, avanzaba en línea recta, sin rumbo. Sabía que Vanion se encontraba hacia el sur, y que si seguían avanzando entrarían en sus tierras, y ya debían de estar muy cerca si es que no estaban ya allí, pero estaba convencido de que sus perseguidores no iban a detenerse ni aunque cruzaran la frontera. Empezaba a perder la fe; los iban a capturar. No había nada que hacer. Los Negros no se dejarían atrapar, morirían con la espada en la mano y Mencror no quería caer de nuevo en las garras de sus enemigos; parecía también dispuesto a vender cara su vida, aunque, probablemente, los soldados de Hanrod tendrían órdenes de no tocar un pelo a Mencror, y acabaría reducido fácilmente. Por su parte, Teon no estaba dispuesto a morir de ninguna forma. En cuanto les atraparan depondría sus armas y se entregaría implorando perdón, esperando clemencia de sus captores, algo poco probable después de que sus compañeros mataran a cinco soldados esa misma noche, pero aquella era su única baza. No obstante, mientras a su caballo le quedaran fuerzas, no iba a parar por nada del mundo, al igual que sus compañeros, que le seguían como si Teon fuera la clave de su salvación.

Sangre y Oscuridad II. La Venganza del EmperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora