Días funestos IV

571 88 4
                                    

Mulkrod recibió con una sonrisa en la frente al mensajero que decía venir de la ciudad en nombre de Gwizor. Traía grandes noticias; al parecer había habido algunos cambios en la capital de Vanion que le favorecían claramente. Según lo que decía el mensajero, el rey de Vanion estaba muerto y el general Gwizor se había hecho con el poder.

‹‹Esto facilita mucho las cosas —pensó Mulkrod.››

—Así que Gwizor ha aceptado la propuesta que le hice —dijo Mulkrod—. Bien, muy bien. El terreno empieza a allanarse.

—Las puertas están abiertas —dijo Meraxes.

—Muy bien, pues ¿a qué esperamos? Vayamos a Lasgord.

Poco después, diez mil soldados del ejército imperial avanzaban en columna a través del llano hacia la ciudad. Mulkrod iba el primero, escoltado como siempre por Reivaj y una parte de la guardia imperial. Iban a entrar en una ciudad que, hasta hacía unas horas, era hostil a su causa, pero ahora todo había cambiado; no obstante eso no implicaba que el camino fuera seguro. Nunca se sabía lo que podía ocurrir de puertas para dentro; por eso, como medida de precaución, marchaba con sus guardias a los lados y con miles de soldados detrás, para intimidar a aquellos que, indecisos por las nuevas circunstancias, osaran atentar contra su vida. Antes de llegar a la puerta salió una pequeña comitiva. Entre ellos distinguió a Gwizor a caballo. Al llegar a su altura, en un gesto de sumisión, el general de Vanion se bajó del caballo y lo mismo hicieron sus acompañantes. Mulkrod permaneció subido en su corcel negro mientras observaba la escena. Su rostro mostraba una satisfacción plena. Estaba disfrutando de aquel momento humillante para aquellos hombres de Vanion.

—Aceptamos las condiciones que vuestro erario manifestó ante estos mismos muros —dijo Gwizor—. Aquí tenéis las llaves de la ciudad. Lasgord es vuestra.

Mulkrod sonrió complacido al tiempo que cogía la llave.

—Entremos pues en la que será la capital de la provincia más lejana de mi imperio —dijo Mulkrod.

Gwizor asintió, subió a su caballo y se dispuso a continuar, pero un sirviente del Emperador le detuvo.

—Vos y vuestra comitiva debéis marchar detrás del Emperador.

Gwizor comprendió enseguida lo que aquello significaba. Muchas cosas iban a cambiar a partir de entonces. Apartó su caballo del camino y el resto de los miembros de la comitiva hicieron lo mismo, y esperaron a que pasara el Emperador, su guardia y los oficiales que lo acompañaban. Cuando éstos hubieron pasado el sirviente del Emperador que le había reprendido le dijo que ya podían entrar. Así lo dictaba el protocolo imperial.

La columna liderada por Mulkrod entró en la ciudad. Fueron recibidos por una escasa multitud, apenas un puñado de soldados formados en la calle principal haciendo un pasillo para que Mulkrod y su ejército pudieran pasar, y unos pocos curiosos que acudían a ver qué sucedía, pero al comprobar que eran los soldados imperiales y el propio Emperador quien entraban, muchos se fueron asustados a sus casas. Los soldados de Vanion, muchos molestos por lo que estaba sucediendo en su ciudad, permanecieron disciplinadamente en sus puestos, observando cómo su libertad desaparecía de repente. El desfile fue breve y triste. No había motivos para festejar nada. Las calles estaban casi vacías; parecía casi una ciudad desierta. No había voces ni alboroto; el silencio sólo era eclipsado por la marcha sepulcral del ejército imperial sobre el suelo empedrado de la calle principal. Mulkrod se detuvo minutos después a las puertas del palacio real e invitó a Gwizor a que se acercara.

—Habrá que acomodar a buena parte de mis tropas en la ciudad —dijo Mulkrod.

—Hay mucha población civil dentro de los muros —dijo Gwizor—. No podremos proporcionar un techo a tantos hombres.

Sangre y Oscuridad II. La Venganza del EmperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora