Reencuentros en la capital I

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Montañas de Parnias. Sur de Sharpast.

Atravesar las montañas no había sido fácil ni rápido, pero Miternes conocía un camino por el que atajaron para llegar al otro lado. Ahora, por fin, la ruta montañosa terminaba. Estaban en lo alto de una loma desde la que podían ver toda la extensa campiña que se extendía a lo largo del río Megradas al este y al norte, y el desierto interminable al oeste. Por primera vez desde hacía semanas, sus ojos podían ver el camino de la vida y la libertad: la larga línea de agua que convertía toda esa zona en una tierra fértil y rica. El caudaloso río Megradas permitía florecer la vida de norte a sur en una gran franja de tierra. La riqueza de Sharpast se debía en gran parte a ese río y a otros que lo atravesaban, puesto que el resto de tierras eran pobres o desiertos inertes. El transcurso del agua a través del río regaba miles de hectáreas de campos de cultivo a los lados del río. El colorido verdoso del recorrido alegraba la vista, en contraste con el color entre ocre y amarillo de la arena del desierto.

‹‹Ése es el camino que debo seguir —pensó Halon.››

—Hubo un tiempo en el que ésta era nuestra tierra —dijo Miternes—. Yo no pude disfrutar de ella; fue hace mucho tiempo, antes de que llegaran los hascatos. Nuestros antepasados vivieron allí por muchos años. Hubo un anciano que predijo que vendría un hombre del norte que nos devolvería esta tierra. Mi padre cree que podéis ser uno de vosotros, y por esa razón te hemos escoltado y guiado hasta aquí. Yo no sé si realmente tú o tu amigo lo sois, pero de todas formas me alegro de haberte conocido.

Igualmente —dijo Halon—. Os debo mucho. Sin vosotros puede que hubiera muerto en este desierto.

—Más lejos no podemos ir —dijo Miternes, justificándose—. Apenas conocemos nada más al norte de aquí. Tendrás que seguir solo.

Miternes acarició el lomo del animal que Halon montaba.

—Este caballo es un presente de mi pueblo. Que con él encuentres el camino a casa. Aquí nos separamos.

Halon respiró aliviado. Seguir a caballo era un consuelo; eso le permitiría moverse con rapidez por aquel terreno hostil.

—Gracias, nunca olvidaré vuestra ayuda —dijo Halon, agradecido—. Ojalá un día pueda devolveros el mismo favor.

Halon espoleó su caballo y comenzó a bajar la ladera de la montaña. La pendiente no era muy alta desde allí, pero tenía que bajar muy despacio para evitar sustos.

‹‹Ahora me toca seguir solo. Al menos no voy a pie y tengo comida y agua para semanas, ¿pero después qué hago? ¿Cómo voy a rescatar a Maorn.››

Miró hacia atrás. Los hemedas habían desaparecido entre las rocas. Miró nuevamente al horizonte; sabía que no muy lejos estaría Maorn con sus captores. Los perseguiría por todo el Imperio si era necesario, y rescataría a su amigo. No sabía cómo, pero tenía que intentarlo. Esperaría al momento propicio, pero hasta entonces se movería por las sombras para pasar desapercibido. Sería un simple viajero en la inmensidad. Ya no necesitaba buscar las huellas de los hombres a los que perseguía. Solo había un camino por el que podían avanzar: siguiendo el curso del río hacia el norte. Solo tenía que pasar desapercibido y nadie le molestaría. Si lo lograba quizá tuviera alguna oportunidad.

La llegada al río fue un alivio para Maorn. Estaba de nuevo en la civilización, aunque fuera completamente diferente al mundo que conocía. Las ciudades orientales eran exóticas, llenas de vitalidad y riqueza. El comercio florecía a través del río con miles de embarcaciones surcándolo. Maorn miraba fascinado a todo lo que le rodeaba.

Desde que abandonaron el desierto las cosas empezaron a mejorar; ahora disponían de agua y sustento en abundancia, y por las noches cobijo. En las orillas del río había multitud de pueblos y aldeas donde podían reabastecerse y descansar cómodamente. Al ser soldados imperiales y estar entre ellos uno de los hermanos del emperador, nadie les negaba refugio o sustento, siendo bien recibidos en cualquier ciudad o aldea por donde pasaban, y les ofrecían sus mejores manjares. Podían comer hasta hartarse y saciarse de vino. Dormían en pequeñas casas de adobe que sus moradores les ofrecían encantados. Los colchones de paja eran como un regalo; con ellos Maorn podía dormir del tirón de la noche a la mañana, algo que hacía tiempo que echaba de menos. Al despertar se encontraba siempre con un abundante desayuno que saciaba su apetito. Después continuaban su viaje hacia el norte hasta llegar a otro pueblo o aldea, donde eran recibidos de la misma manera.

Sangre y Oscuridad II. La Venganza del EmperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora