Días funestos III

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El amanecer se perfilaba nublado y el nuevo día gris. La ciudad despertaba lentamente de su letargo para pronto recordar que seguían sitiados por un enemigo implacable. Todo parecía tranquilo. Nadie alcanzaba a comprender que esa mañana sería diferente a las anteriores.

Gwizor no tuvo que despertarse con el alba, pues ya estaba levantado desde hacía varias horas. Por mucho que intentó dormirse no había podido conciliar el sueño; los nervios no le habían dejado. Tampoco se había quitado la armadura en toda la noche y tenía ya atado a la cintura el cinto con su espada y una daga. Se levantó por fin cuando un sirviente le trajo el desayuno a la misma hora de siempre. No tenía hambre, pero se lo comió todo; no debía estar débil esa mañana. Al poco rato llegó Meraxes.

—Es la hora —dijo su segundo.

—Es la hora —asintió Gwizor.

—El rey se ha levantado temprano, como todos los días. Está ya reunido en la sala del trono.

—Como esperábamos. ¿Y nuestros hombres?

—Todos están preparados y en posición. Esperan tus órdenes.

—Perfecto, acabemos con esto de una maldita vez.

Afuera le esperaban una docena de hombres armados, los mejores de entre los suyos, todos leales y dispuestos a cumplir con la voluntad de su Señor. Recorrieron el pasillo con lentitud; algunos sirvientes los vieron pasar, pero no le dieron importancia. Era normal ver a Gwizor rodeado de hombres armados, no en vano era la máxima autoridad militar de la ciudad. Bajaron las escaleras y llegaron al vestíbulo; allí se dirigieron a la puerta principal y esperaron. Aquéllos eran los momentos más críticos del golpe. Si algo iba mal lo sabrían enseguida.

—Gundo se está retrasando —dijo Meraxes.

—Sólo han pasado unos minutos, estará al llegar —dijo Gwizor, intentando ocultar su nerviosismo.

Al otro lado del patio comenzaron a ver a un grupo numeroso entrar por la primera verja sin impedimentos; eran unos veinte. Aquellos hombres podían venir para arrestarle en el nombre del rey o para unirse a su séquito y cumplir con la misión. Su corazón palpitaba a un ritmo acelerado. Atravesaron el patio y llegaron hasta Gwizor y sus acompañantes. El general no se relajó hasta que distinguió entre ellos a Gundo.

‹‹Todo va bien —pensó Gwizor al distinguir su rostro entre los conjurados—. Podemos continuar.››

—Los nuestros ya están desplegándose en la ciudad —dijo Gundo, nada más llegar.

‹‹Ha comenzado. No hay vuelta atrás. Sólo hay un camino posible.››

—Bien —dijo Gwizor—. Acabemos de una vez; el rey está ya en la sala del trono.

Con decisión y determinación, Gwizor dio el primer paso y se encaminó hacia las escaleras que daban al salón del trono, seguido por Meraxes, Gundo, los doce guardias que los acompañaban, y los otros veinte que acababan de llegar. Cuando empezaron a subir las escaleras, Gundo ordenó a sus hombres que permanecieran esperando allí mientras ellos subían al salón. Las escaleras se les hicieron interminables, como si de escalar una montaña se tratara, pero como toda inevitable caminata, llegaron a su destino. Para su sorpresa, el salón estaba más lleno que de costumbre: había algunos oficiales, los cuatro consejeros del rey, seis miembros de la guardia real, entre ellos su capitán, Lurt, un hombre de edad avanzada que llevaba sirviendo a la casa real cuarenta años, la mitad de ellos como capitán de la guardia; había también varios sirvientes, cortesanos y doncellas. Osvold estaba delante del rey, leyendo algún tipo de documento sobre los problemas con el reparto de alimentos.

Sangre y Oscuridad II. La Venganza del EmperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora