La oscuridad se inició con sangre IV

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Cerca de las montañas del Pedregal, un grajo negro como la noche volaba rápido en dirección sur, sin importarle el viento y la nieve que azotaban sus alas. Las inclemencias del tiempo no eran obstáculo suficiente para impedirle volar; lo hizo durante días, sin casi descanso, sin siquiera buscar alimento. No lo necesitaba. Tras días de incesante vuelo encontró lo que buscaba.

Descendió lentamente hacia un gigantesco campamento. Era de noche, pero las luces naranjas de las fogatas esparcidas de forma irregular por la campiña hacían presagiar la presencia de seres humanos. El grajo sobrevoló las tiendas hasta encontrar lo que buscaba. Se posó sobre un estandarte negro y rojo y observó unos segundos antes de descender al suelo sin que nadie apreciara la presencia del animal. La sombra del ave se deslizó entre las tiendas con pequeños saltitos, pero ésta empezó a crecer y a distorsionarse, hasta el punto de llegar a formar una figura completamente diferente: la de un anciano barbudo totalmente desnudo. El animal se había transformado en un hombre, pero éste se movía torpemente sobre la tierra como si tuviera que aprender a andar de nuevo. Tropezó varias veces y se levantó con gran esfuerzo.

—¡Solrac, Solrac...! —Empezó a gritar el anciano mientras se agarraba a la tela de una tienda de campaña para no caerse, pero fue en balde y acabó de nuevo en el suelo—. ¡Solrac, Solrac...!

Al rato un hombre mayor con el pelo grisáceo enmarañado salió de una tienda confuso. Vio al anciano desnudo en el suelo y fue a socorrerlo con una manta que encontró en el interior de la tienda.

—¡Glarend! —dijo mientras lo arropaba con la manta.

—Solrac, la he encontrado. Sé dónde está la quinta espada.

—¡La has encontrado! ¿Cómo es posible?

—¡Llévame ante el Emperador! —exigió Glarend.

Varios soldados habían salido de sus tiendas molestos por el ruido, quedándose perplejos al ver a un anciano desnudo tirado en el suelo.

—¡Ayudadme a levantarlo! —ordenó Solrac a los soldados, que obedecieron con avidez.

La tienda del Emperador estaba a pocos metros de la de Solrac, y a ella se dirigieron, pero los guardias impidieron que pasaran, a pesar de que conocían perfectamente a Solrac.

—¡Soy el consejero del Emperador! ¡Abrid paso o haré que os fustiguen! —ordenó Solrac.

—El Emperador está reunido ahora —dijo el guardia sin inmutarse—. No puede ser molestado.

Solrac escuchó unos gemidos femeninos acompañados con palabras de complacencia de una mujer. Enseguida comprendió que Mulkrod se encontraba yaciendo con una o con varias de sus concubinas.

Solrac maldijo por lo bajo y se contuvo para no gritar y hacer salir a Mulkrod de la tienda. Los dos esperaron hasta oír cómo Mulkrod gritaba de placer, quedando saciado y en silencio.

—Ya ha acabado la reunión —dijo Solrac.

El guardia asintió con la cabeza, pero tragó saliva antes de entrar. A los pocos minutos Mulkrod salió con el torso desnudo y cara de pocos amigos.

—¿Qué quieres ahora, Solrac? —preguntó el Emperador, molesto por la interrupción.

No hizo falta que le contestara, Mulkrod vio a Glarend medio desnudo, tapado únicamente con una manta, decrepito y tiritando de frío.

—¡Has regresado! —dijo Mulkrod, sorprendido al ver al mago.

—He encontrado la última espada —dijo Glarend, sin preámbulos—. La tiene mi hermano. Siempre la ha tenido. Él es uno de los guardianes de las Espadas.

Sangre y Oscuridad II. La Venganza del EmperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora