La llama de la esperanza IV

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Noroeste de Vanion.

El ejército que comandaba el Emperador en persona llegó a Ligur a los pocos días de dejar el Bosque Gris, iniciando de inmediato los preparativos para el asedio. De nuevo se encontraron con una ciudad que cerraba las puertas y se aprestaba a resistir a ultranza. Mulkrod no se arredró; si la ciudad no se rendía la tomarían por la fuerza. Pretendía conquistar Ligur rápidamente para debilitar aún más la causa del príncipe Nairmar, que poco a poco se iba quedando sin recursos y partidarios, y así forzarle a un enfrentamiento directo que decidiera la contienda o, en el mejor de los casos, provocar su rendición sin llegar a combatir. Cada ciudad que tomaran precipitaría el final de Nairmar Alistei.

Dentro de las grandes ciudades del occidente de Vanion, Ligur era una de las más pequeñas y de menor importancia; antaño había sido gloriosa, con grandes y esbeltos muros rodeándola, pero ahora sus murallas eran un montón de ruinas. Había sectores completamente derruidos y otros muy deteriorados. Presumiblemente la guarnición de la ciudad no sería demasiado importante dado el escaso valor estratégico y las dificultades de su defensa. Habían supuesto que el enemigo no querría prescindir de demasiados recursos para defender una ciudad como Ligur. Pronto lo descubrirían. En cuanto las armas de asedio estuvieran listas procederían con el ataque.

A los pocos días de iniciar el sitio, cuando los ciudadanos y la guarnición de Ligur veían desesperanzados cómo el enemigo se preparaba para atacarlos con todo su potencial, una noticia sorprendió al estado mayor de Mulkrod. Los exploradores habían encontrado de nuevo al ejército de Vanion al Norte del Bosque Gris de camino hacia Ligur.

—No puede ser que vengan directamente hacia nosotros —decía Rahecar, sorprendido—. Al menos les duplicamos en número.

—Los exploradores están seguros —dijo Milust—. Acuden a socorrer Ligur.

—¿Después de tantas semanas huyendo ahora aceptan enfrentarse a nosotros? —dijo Rahecar—. Cuesta creerlo.

—Tarde o temprano acudirían al encuentro —dijo Mulkrod—. No tienen ya casi ningún lugar donde esconderse y todas sus ciudades están sitiadas o aisladas. Su situación es insostenible.

—Pues dejemos que vengan —dijo Menkrod—. Acabaremos con toda la resistencia de un plumazo.

—Deberíamos solicitar refuerzos —aconsejó Milust al Emperador.

—¡Solicitar refuerzos! ¡Les duplicamos en número! —dijo Menkrod—. No necesitamos refuerzos. Quedaríamos en ridículo si pedimos ayuda.

—Siempre es mejor prevenir, joven príncipe. Disponemos de miles de hombres en toda la región que podrían reforzarnos. En Goldur disponíamos de muchas más tropas que el enemigo y aun así no obtuvimos la victoria. Hay que ser precavidos.

—Sois un cobarde, Milust —dijo Menkrod, enrabietado por las palabras del veterano oficial, que había recalcado su juventud como algo negativo—. Si fuera por vos nos privaríais de la gloria.

Milust no se inmutó y permaneció tranquilo en su sitio.

—La cobardía nada tiene que ver con esto. Como oficial de este ejército mi objetivo es priorizar el éxito sobre el mérito.

Menkrod fue a rebatirle una vez más, pero Mulkrod intervino para evitar que aquella pequeña discusión fuera a más.

—¡Basta ya, Menkrod! —dijo Mulkrod—. Milust tiene argumentos para defender lo que cree que es mejor, y no le juzgo por ello. Sé apreciar el buen juicio. No obstante, no vamos a pedir refuerzos; al menos no por el momento. Si nuestros enemigos ven que empiezan a llegar tropas que refuercen nuestro ejército se lo pensarán dos veces antes de aceptar entablar combate. No pediremos ayuda. Nosotros solos nos valemos para alzarnos con la victoria total.

Sangre y Oscuridad II. La Venganza del EmperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora