La calma que precede a la tempestad I

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Cerca de la costa de Hanrod.

El mar estaba picado y la climatología era adversa, pero después de una travesía tan larga eso ya no les preocupaba. Estaban llegando a su destino. Habían pasado largas semanas en el mar, pero por fin veían la costa. Neilholm sintió un alivio gratificante en su corazón cuando sus ojos lograron discernir las primeras gaviotas. Estaban llegando a casa. Viajaba con su fiel amigo Irdor, que, sin pedir nada a cambio, le había acompañado a liberar al rey de Tancor. Irdor era un guerrero valiente y leal, de complexión delgada pero ágil y hábil en el manejo de las armas, siempre dispuesto ayudar y compartir aventuras, hasta el punto de arriesgar su propia vida por Neilholm. Era un orgullo tenerle a su lado. Sabía que podía contar con él en momentos de incertidumbre como aquel.

Los dos guerreros, con la ayuda de unos guías que Elmisai Atram les había asignado para su viaje de vuelta, habían atravesado Tancor semanas atrás. Por el camino escucharon noticias de que la rebelión se propagaba por todo el norte y estaba teniendo éxito.

—Eso es bueno —le dijo Neilholm a Irdor en su momento—. Eso significa que nuestra labor no ha sido en vano. Podemos volver a casa satisfechos.

—No sé, esto solo es el principio. Quién sabe qué pasará a continuación —dijo Irdor—. No sabemos cómo reaccionará Sharpast. ¿Cómo podrán los rebeldes hacer frente al poder del Imperio?

—Sharpast está en guerra con nosotros y nuestros aliados, y ahora, con esta rebelión, se le abre un nuevo frente. Eso nos beneficia a todos. Arnust tenía razón: era de vital importancia liberar a Elmisai.

Al llegar a Lwigthug, la ciudad costera que se había sublevado en contra de Sharpast, tuvieron problemas para encontrar un barco que les llevara al otro continente; pocos estaban dispuestos a zarpar por la guerra que se estaba librando más al sur. Nadie quería arriesgarse, pero los guías que les acompañaban presionaron a una tripulación de un pequeño barco mercantil para que les llevaran a Lindium. Inicialmente el capitán no se dejó convencer y puso trabas, pero los guías, como miembros de la resistencia, le amenazaron con tomar represalias si no colaboraba, por lo que finalmente accedió a llevar a aquellos extranjeros al otro lado del mar, aunque por ello recibió una buena suma de dinero. Entonces Neilholm e Irdor se despidieron de los guías y subieron al barco que los llevaría a casa.

La travesía no había sido agradable. Habían sufrido varias tormentas que estuvieron cerca de partir el velamen y, en varias ocasiones, tuvieron la sensación de que el fuerte oleaje haría volcar la embarcación, pero, milagrosamente, salieron de allí con vida. Al ver nuevamente su tierra Neilholm abrazó a Irdor con fuerza.

—Hemos vuelto, amigo.

—No pensé que lo lograríamos —dijo Irdor, emocionado.

Tenían ante ellos la costa de Hanrod. El capitán de la embarcación accedió a dejarlos en el puerto de Langard, pues era el más cercano a Tancor, y él deseaba marcharse lo antes posible de esas aguas. Desde Langard siguieron a caballo durante una semana, hasta llegar a la capital de Hanrod: Blangord, su hogar. La ciudad seguía igual que siempre, tal y como la recordaban. La gente continuaba con su rutina diaria sin que les importara la guerra que se estaba librando lejos de sus casas, aunque aquella situación podía cambiar en cualquier momento. Tarde o temprano la guerra se extendería y llegaría a ellos.

—Si lo que nos dijeron en Lwigthug es cierto, Sharpast podría desembarcar en cualquier momento en Lindium —dijo Neilholm, preocupado por el futuro—, sino lo han hecho ya.

—Es posible. Deberíamos informarnos detenidamente de lo que ha sucedido aquí en los últimos meses —dijo Irdor.

‹‹No sé si quiero saberlo —pensó Neilholm, preocupado.››

Entraron por una puerta menor junto a la muralla norte, atravesaron la Calle de la Cerveza, que estaba más despejada que de costumbre, y se detuvieron cerca del Barrio Viejo. Allí se separaron; ambos deseaban volver a ver a sus familias después de pasar tantos meses lejos de sus seres queridos.

—No salgas de casa en unos días —dijo Neilholm—. Puede que seamos considerados unos desertores. Recuerda que abandonamos al ejército tras la batalla con el Imperio. Tendremos que responder ante el rey.

—Como digas —dijo Irdor—. Espero que sea justo. Hemos hecho más bien que mal.

‹‹Valghard se habrá encargado de hablar mal de nosotros ante el rey. No le gustó que nos fuéramos. No creo que salgamos impunes de ésta.››

—Eso no nos exime de la deserción. Hemos cometido un delito castigado con la muerte. Yo espero que el rey sepa perdonarnos, porque si no... Bueno, no quiero pensar en ello. Iré a buscarte cuando esté preparado. Juntos asumiremos el castigo que el rey nos imponga.

Neilholm siguió solo hasta su casa. Ya estaba cerca, pero no pudo aguantar y aumentó el ritmo de su caballo mientras recorría la calle que le conducía a su hogar. Al fin la vio. Nada más bajarse de su caballo, la puerta de su casa se abrió y por ella salió su esposa corriendo hacia él. Ambos se abrazaron largos segundos, hasta que Erin, de la emoción, se puso a llorar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Neilholm, levantando suavemente su hermoso rostro.

—Creía que estabas muerto —dijo Erin con lágrimas en los ojos—. Cuando el ejército regresó me dijeron que no estabas entre ellos. Me temí lo peor. Dijeron que los habías abandonado, que habías desertado, y que ahora estarías muerto. No sabía qué pensar, ni qué hacer; no sabía qué decirle a nuestros hijos, pero no podías haber muerto. Tenías que seguir vivo. Todos los días me asomaba a la ventana para ver si regresabas, y justo ahora he oído un ruido de cascos y vi a un jinete cabalgando hacia nuestra casa. Supe que eras tú. Tenías que ser tú.

—Soy yo, he vuelto. Lamento la espera y la incertidumbre, pero lo que he hecho era necesario y no me arrepiento. Ahora lo que importa es que he regresado con vosotros y volvemos a estar juntos. ¿Dónde están los niños?

—Han salido a jugar. La pequeña está con Dilvin dentro. Ven te prepararé algo.

Neilholm dejó al caballo en una pequeña cuadra que tenían junto a la casa y entró con su mujer. Dilvin salió con un bebé en brazos. Neilholm saludó a la criada y fue a ver a su pequeña. Estaba mucho más grande que la última vez que la vio. Sonreía.

—Mi pequeña Elien —dijo Neilholm al bebé mientras la besaba en la frente—. Tu padre ha vuelto.

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —le preguntó Erin, preocupada.

—El mayor tiempo posible.

—¿Y el rey? ¿Qué harás? Te consideran un desertor y te dan por muerto.

—Llevo meses sin ver a mi familia, lo demás tendrá que esperar.

—Si se enteran de que has vuelto vendrán a buscarte.

—No lo harán, tú has dicho que me creen muerto, pues que lo sigan creyendo. Me presentaré ante el rey cuando sea necesario. Ahora quiero estar con mi familia.


Sangre y Oscuridad II. La Venganza del EmperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora