el hogar es el refugio,
del amor, del júbilo, de la paz, y mucho más, donde
soportando y soportando, refinados amigos
y queridos parientes se unen en la felicidad.
THOMSON
En las gratas orillas del Garona, en la provincia de Gascuña, estaba, en 1584, el castillo de monsieur St. Aubert. Desde sus ventanas se veían los paisajes pastorales de Guiena y Gascuña, extendiéndose a lo largo del río, resplandeciente con los bosques lujuriosos, los viñedos y los olivares. Hacia el sur, la visión se recortaba en los majestuosos Pirineos, cuyas cumbres envueltas en nubes, o mostrando siluetas extrañas, se veían, perdiéndose a veces, ocultas por vapores, que en ocasiones brillaban en el reflejo azul del aire, y otras bajaban hasta las florestas de pinos impulsados por el viento. Estos tremendos precipicios contrastaban con el verde de los pastos y del bosque que se extendían por sus faldas. En ellas se veían cabañas, casas o simples edificios, en los que reposaba la vista después de haber llegado a las alturas cortadas a pi co. Hacia el norte y el este, las llanuras de Guiena y de Languedoc se perdían en la distancia; al oeste estaba situada la Gascuña bañada por las aguas del Vizcaya.
A monsieur St. Aubert le encantaba pasear con su esposa y su hija por el margen del Garona y escuchar la música que producía su oleaje. Había conocido otras formas de vida que no eran de tanta simplicidad pastoril, participando en las bulliciosas y ocupadas actividades del mundo; pero el elogioso retrato que se había forjado en su juventud de la humanidad, la experiencia lo había ido corrigiendo dolorosamente. Sin embargo, después de las distintas visiones de la vida, sus principios no se habían visto conmovidos, ni su benevolencia perjudicada. Se retiró de la multitud, «más con pena que con ira», al escenario de la simple naturaleza, al puro deleite de la literatura y al ejercicio de las virtudes domésticas.
Era descendiente de la rama más joven de una familia ilustre. Las deficiencias de la riqueza patrimonial pueden ser suplidas por una excelente alianza matrimonial o por el éxito en las intrigas de los negocios públicos. Pero St. Aubert tenía un excesivo sentido del honor para tener en cuenta la segunda posibilidad y muy poca ambición para sacrificar a la riqueza lo que él llamaba felicidad. Tras la muerte de su padre, contrajo matrimonio con una mujer amable, de su mismo nivel social y de una fortuna no superior a la suya. El fallecido monsieur St. Aubert tenía un sentido de la liberalidad, o de la extravagancia, que había influido en sus asuntos, que obligaron a su hijo a deshacerse de una parte de los dominios familiares, y, algunos años después de su matrimonio, los vendió a monsieur Quesnel, hermano de su esposa, y se retiró a una pequeña propiedad en Gascuña, en donde la felicidad conyugal y los deberes de padre dividían su atención con los tesoros del conocimiento y las iluminaciones del genio.
Desde su infancia había estado en contacto con esa zona. Cuando era niño había hecho frecuentes excursiones y las impresiones que guardaba en su memoria no se habían visto alteradas por las circunstancias. Los verdes pastos que con tanta frecuencia había recorrido en la libertad de su juventud, los bosques bajo cuyas sombras refrescantes se había sumido en los primeros pensamientos melancólicos, que más tarde habían de ser una de las notas más acusadas de su carácter, los paseos por las montañas, el río, en cuyas aguas había nadado, y las llanuras distantes, que le recordaban sus más tempranas esperanzas, siempre fueron evocados por St. Aubert con entusiasmo. Y, al final, se había separado del mundo y retirado allí para realizar los deseos de muchos años.
El edificio, como era entonces, tenía el aspecto de una casa de verano, que llamaba la atención de cualquier extraño por su simplicidad o por la belleza de sus alrededores; por ello fue preciso hacer una serie de adiciones para convertirlo en una confortable residencia familiar. St. Aubert sentía un especial afecto por cada parte de la construcción que le recordaba su juventud, y no permitió que fuera quitada una sola piedra; de tal modo, que el nuevo edificio, adaptado al estilo del antiguo, formaba con él una residencia simple y elegante. El buen gusto de madame St. Aubert se ocupó de los interiores, en los que se observaba una casta simplicidad tanto en los muebles como en los ornamentos de las habitaciones, que definían las costumbres de sus habitantes.
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Los Misterios de Udolfo - Ann Radcliffe
ClassicsItalia - 1584 Emily St. Aubert ha perdido a sus padres, no tiene más remedio que irse a vivir con su tía, Madame Montoni, junto con su tío político, un diabólico vandolero, al gran castillo de Udolfo, , una nueva vida para la joven, pero la calma in...