¡Qué rapto retroceder a nuestros juegos tempranos,
nuestro fácil deleite, cuando todo nos proporcionaba alegría,
los bosques, las montañas y el susurrante laberinto
de los arroyos alocados!
THOMSON
Los sueños de Blanche continuaron hasta mucho después de la hora en la que con tanta impaciencia había insistido, porque su sirviente, fatigada por el viaje, no la llamó hasta que el desayuno estaba casi servido. Su desilusión, no obstante, desapareció instantáneamente cuando al abrir la ventana vio a un lado el ancho mar chispeante por los rayos de la mañana, con sus barcos deslizantes y el ruido de los remos; y a otro lado los bosques frescos, las llanuras que se alejaban en la distancia, y las montañas azules, reluciendo todo en el esplendor del día.
Al aspirar aquella brisa pura, una sensación saludable se extendió por su rostro y la satisfacción bailó en sus ojos.
—¡Quién pudo inventar los conventos! —dijo—. ¿Y quién pudo persuadir a la gente para que entrara en ellos, y hacer de la religión su objetivo, cuando todo lo que puede inspirarla fue dejado fuera tan cuidadosamente? Dios recibe el mejor homenaje del corazón agradecido, y cuando contemplamos sus glorias es cuando más sentimos ese agradecimiento. Nunca he tenido tanta devoción, durante los muchos y aburridos años en los que he estado en el convento, como la que he sentido en las pocas horas en las que he estado aquí, donde sólo necesito mirar a mi alrededor para adorar a Dios desde lo más profundo de mi corazón.
Tras decir esto, se apartó de la ventana y se dirigió a la galería. Después entró en el salón del desayuno, en el que ya estaba sentado el conde. La animación del sol brillante había dispersado las impresiones melancólicas de sus meditaciones, una sonrisa de satisfacción se imponía en su rostro y le habló a Blanche en tono ligero, cuyo corazón respondió con el eco de su tono. Poco después aparecieron Henri y la condesa con mademoiselle Beam. Todos ellos parecieron participar de la influencia del escenario e incluso la condesa estaba tan reanimada que recibió los comentarios de su marido con complacencia, y sólo olvidó una vez su buen humor cuando preguntó si tenían algunos vecinos que permitieran hacer más tolerable aquel lugar bárbaro, y si el conde creía que era posible para ella vivir sin algún entretenimiento.
Concluido el desayuno el grupo se separó. El conde, tras ordenar a su criado que le acompañara a la biblioteca, se marchó a revisar la situación de todo y a visitar a algunos de sus colonos; Henri corrió a la playa para examinar una barca que le serviría para un pequeño viaje por la tarde y supervisar los ajustes de un toldo de seda; mientras, la condesa, atendida por mademoiselle Bearn, se retiró a una habitación en la parte más moderna del castillo, que estaba decorada con un aire elegante, y como las ventanas daban a unos miradores frente al mar, se evitó la vista de los horribles Pirineos. Allí, reclinada en un sofá, y dejando vagar la mirada por el océano, que asomaba por encima del bosque, se entretuvo con los placeres del tedio, mientras su acompañante leía en voz alta una novela sentimental, o algún sistema filosófico de moda, porque la condesa era, en cierto modo, filósofa, especialmente en lo relativo a la infidelidad, y en ciertos círculos sus opiniones eran esperadas con impaciencia y recibidas como doctrina.
Mientras tanto, Blanche corrió a perderse por paseos en los bosques alrededor del castillo, con nuevo entusiasmo, donde según vagaba bajo las sombras su ánimo alegre cedió gradualmente a una complacencia pensativa. Avanzó con paso solemne, entre la umbría de las ramas, donde el rocío fresco seguía en las flores, que asomaban entre la hierba, y, en otros momentos, recorrió el sendero en el que caían los rayos del sol y temblaban las hojas de las acacias, mezclándose con los tintes solemnes de cedros, pinos y cipreses, exhibiendo un claro contraste de colores, como el del majestuoso roble y el plátano oriental, frente a la ligereza del alcornoque y la gracia airosa del álamo.
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Los Misterios de Udolfo - Ann Radcliffe
ClásicosItalia - 1584 Emily St. Aubert ha perdido a sus padres, no tiene más remedio que irse a vivir con su tía, Madame Montoni, junto con su tío político, un diabólico vandolero, al gran castillo de Udolfo, , una nueva vida para la joven, pero la calma in...