Capitulo Ocho

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Lleva la rosa de la juventud en sus mejillas.

SHAKESPEARE


Volvemos ahora a Valancourt, que, como se recordará, permaneció en Toulouse algún tiempo tras la marcha de Emily, inquieto y desesperado. Cada día que se aproximaba pensaba que sería llevado de allí; sin embargo, pasaban los días y siguió recorriendo los escenarios de su felicidad anterior. No era capaz de abandonar el lugar en el que se había acostumbrado a conversar con Emily, o las cosas que habían visto juntos, que le traían a su memoria el recuerdo de su afecto, tanto como una especie de seguridad en su fidelidad; y, más cerca del dolor de su adiós, con las escenas de su marcha que tan poderosamente se fijaban en su imaginación. En ocasiones había sobornado a un criado, que había quedado al cuidado del castillo de madame Montoni, para que le permitiera visitar los jardines y allí había podido pasear, como ellos lo hicieron juntos, conmovido ahora por una melancolía no del todo desagradable. La terraza, y el pabellón al final de ésta, donde se había despedido de Emily en la víspera de su marcha de Toulouse, eran sus escenarios favoritos. Allí, mientras paseaba o se apoyaba en la ventana del edificio, trataba de recordar todo lo que Emily le había dicho aquella noche, recuperar el tono de su voz, que vibraba débilmente en su memoria, y recordar la exacta expresión de su rostro, que a veces acudía de pronto a su fantasía, como una visión; aquel hermoso rostro, que despertaba, como por una magia instantánea, toda la ternura de su corazón, y parecía decirle con elocuencia irresistible, ¡que la había perdido para siempre! En esos momentos, sus pasos rápidos habrían descubierto a cualquier espectador la desesperación de su corazón. El carácter de Montoni, tal como lo suponía por varias insinuaciones y como se lo presentaban sus temores, le llevaban a considerar todos los peligros que parecían amenazar a Emily y a su amor. Se culpaba a sí mismo por no haberla presionado más, mientras estuvo en sus manos, para detenerla, y que sintiera una duda absurda y criminal, como él la calificaba, antes de exponer los razonables argumentos que él había opuesto a aquel viaje. Cualquier mal que pudiera derivarse de su matrimonio le parecía tan inferior a los que ahora amenazaban a su amor, e incluso a los sufrimientos que su ausencia ocasionaba, que se asombraba de que hubiera podido cesar en su solicitud hasta haberla convencido de lo apropiado de la misma; y con seguridad que la habría seguido a Italia si hubiera podido faltar a su regimiento durante un viaje tan largo. Su regimiento no tardó en recordarle que tenía otros deberes que atender que no eran los del amor.

Poco después de su llegada a la casa de su hermano fue llamado para unirse a los oficiales y acompañó a un batallón hasta París, donde se le abrió un escenario de novedades y alegrías de las que hasta entonces sólo tenía una ligera idea. Pero la alegría le disgustó y la compañía fatigó su mente enferma. Se convirtió en un compañero incómodo, apartándose de todos a la menor oportunidad para pensar en Emily. No obstante, el ambiente que le rodeaba y la compañía con la que se veía obligado a mezclarse distrajeron su atención, aunque no llegaron a llenar su fantasía, y así gradualmente debilitaron el hábito de ceder a las lamentaciones, hasta que le pareció un deber para su amor hacerlo. Entre sus compañeros oficiales había muchos que añadían al carácter alegre de los soldados franceses algunas de esas cualidades fascinadoras que demasiado frecuentemente cubren la locura con un velo e incluí suavizan las realidades del vicio con sonrisas. Para aquellos hombres, el comportamiento reservado y pensativo de Valancourt era una especie de tácita censura, que aceptaban cuando estaba presente y se volvía contra él cuando se ausentaba. Se glorificaban en la idea de reducirle a su propio nivel y, considerándolo como una obligación, decidieron acabar por lograrlo.

Valancourt era ajeno al gradual proceso de intriga, contra el que no pudo ponerse en guardia. No estaba acostumbrado a aceptar el ridículo y no podía soportar su marca; se resintió de ello, recibiendo únicamente una carcajada más fuerte. Para escapar de tales situaciones se refugió en la soledad, en la que se encontraba con la imagen de Emily y recibía los desconsuelos del amor y la desesperación. Pensó entonces en renovar sus estudios, que habían sido el encanto de sus primeros años; pero su mente había perdido la tranquilidad que es necesaria para su disfrute. Para olvidarse de la inquietud que le traía siempre el pensar en ella, dejaba su soledad y se mezclaba de nuevo en los grupos, contento de un consuelo temporal y tratando de buscar distracciones momentáneas.

Así pasaron semanas tras semanas, en las que el tiempo fue suavizando gradualmente sus pesares, y el hábito fortaleciendo sus deseos de diversión, hasta que el ambiente que le rodeaba pareció cambiar su carácter, y Valancourt cayó entre ellos desde las nubes.

Su figura y sus maneras le hicieron visitante bien recibido en cualquiera de los lugares en los que fue presentado, y no tardó en frecuentar los círculos más alegres y escogidos de París. Entre ellos estaban las reuniones con la condesa Lacleur, una mujer de gran belleza y maneras cautivadoras. Había pasado la primavera de la juventud, pero su vitalidad prolongó el triunfo de su reinado y mutuamente coincidieron en la fama del otro; los que estaban conmovidos por su belleza hablaban con entusiasmo de su talento; y otros, que admiraban su juguetona imaginación, declaraban que sus gracias personales no tenían rival. Pero su imaginación era eso, simplemente juguetona, y su vitalidad, si así puede llamarse, era brillante más que justa; deslumbraba, y su engaño escapaba a la observación de un momento, porque el acento con el que hablaba y su sonrisa eran como un hechizo sobre el juicio de sus oyentes. Sus petits soupers [25] eran las más deliciosas de todas en París y frecuentadas por literatos de segunda clase. Le gustaba la música, ella misma era una cuidadosa intérprete, y ofrecía con frecuencia conciertos en su casa. Valancourt, que amaba apasionadamente la música y que asistía a veces a estos conciertos, admiraba sus interpretaciones, pero recordaba con un suspiro la elocuente simplicidad de las canciones de Emily y la natural expresión de sus maneras, que no esperaban ser aprobadas por un juicio, sino encontrar su camino en el corazón.

Madame La Contesse promovía el juego en su casa, que simulaba restringir pero animaba secretamente; y era bien sabido entre sus amigos que el esplendor de su casa estaba apoyado fundamentalmente en los beneficios de sus mesas. Pero, ¡sus petits soupers eran lo más encantadoras que se puede imaginar! Ofrecían todas las delicadezas de las cuatro esquinas del mundo, toda la alegría y la ligereza del genio, toda la gracia de la conversación, las sonrisas de la belleza y el encanto de la música; y Valancourt pasaba sus mejores momentos, así como las horas más peligrosas, en aquellas fiestas.

Su hermano, que había quedado con su familia en Gascuña, se había limitado a darle cartas de introducción para sus parientes, residentes en París, que aún no conocía. Todas eran personas de distinción, y como ni su persona ni el comportamiento de Valancourt suponían un desprestigio, le recibieron con toda amabilidad dentro de los límites de una prosperidad ininterrumpida y endurecida por ello; pero sus atenciones no rebasaron los actos a una amistad real, ya que estaban demasiado ocupados en sus propios asuntos para sentir interés alguno por los de los demás. Así, se vio instalado en medio de París, con el orgullo de la juventud, con un temperamento abierto y confiado y afectos ardientes, sin un amigo que le avisara de los peligros a los que estaba expuesto. Emily, quien, de haber estado presente, le habría salvado de aquellos males despertando su corazón y comprometiéndole en ocupaciones valiosas, sólo servía para incrementar sus peligros, los de olvidar el dolor que el recordarla le ocasionaba y que le llevó a buscar primero la distracción hasta que se convirtió en un hábito y en el objeto de sus intereses abstractos.

Figuraba también una marquesa Champfort, una joven viuda, en cuyas reuniones pasó gran parte de su tiempo. Era hermosa y más aún astuta, alegre y dedicada a la intriga. La sociedad que la rodeaba era menos elegante y más viciosa que la de la condesa Lacleur, pero tenía temperamento suficiente para correr un velo, aunque no muy tupido, sobre los peores aspectos de su carácter, y seguía siendo visitada por muchas personas de las que se llaman distinguidas. Valancourt fue presentado a sus fiestas por dos oficiales de entre sus compañeros, cuyas últimas bromas había perdonado y a las que a veces se unía para reír de su anterior comportamiento.

La alegría de la corte más espléndida en Europa, la magnificencia de los palacios, entretenimientos y ambientes que los rodeaban, todo conspiraba contra su imaginación y reanimaba su ánimo, y el ejemplo y máximas de sus compañeros de armas a engañar su pensamiento. La imagen de Emily seguía aún allí, pero ya no era el amigo, el monitor que podría salvarle de sí mismo, al que se entregaba para llorar las dulces y sin embargo melancólicas lágrimas de ternura. Cuando se acordaba de ello, a su rostro asomaba un suave reproche, que oprimía su alma y que despertaba sus lágrimas; su única escapatoria era olvidar el objeto causante, y se esforzó en pensar en Emily tan poco como pudo.

En estas peligrosas circunstancias estaba Valancourt al mismo tiempo que Emily sufría en Venecia la persecución del conde Morano y la injusta autoridad de Montoni cuando le dejamos.

Los Misterios de Udolfo - Ann RadcliffeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora